Todo es lo que parece. Aunque a veces lo que parece, pasado un tiempo, no quiera decir lo mismo. El viejo Rey devenido en tragedia por su desmedida codicia es el espantajo de una supuesta sedición republicana en marcha que pretende un nuevo orden a partir de la demolición del Estado actual y del régimen fruto de la Transición. Los cabecillas no han encontrado mejor momento para conspirar que el de un país debilitado por la pandemia y la ruina económica que acecha. El Gobierno le ha pedido a Felipe VI que mate al padre, al que Corinna Larsen denuncia ahora por haberle reclamado el dinero el mismo año en que abdicó. No era un regalo, nadie regala 65 millones de modo irrevocable aunque esa cantidad le haya caído como el maná desde un cielo beduino poblado de estrellas.

A la Familia Real le piden que ponga tierra de por medio y expulse al patriarca. Es duro, pero tiene que entenderlo. Él fue el primero que trazó una línea roja en el suelo para repudiar a su hija del alma y a su marido cuando la operación Torre de Babel. No hay, sin embargo, pruebas de que la estirpe y sus allegados hayan actuado de manera organizada para lucrarse, se han coordinado, eso sí, para parar los golpes. Tampoco hay nada, hasta donde se sabe, que involucre a Felipe VI en las operaciones personales del Rey emérito y su triste final demeritorio. En ese sentido todo ha coincidido de manera mucho más engrasada en el clan Pujol, la gran familia burguesa catalana, que el juez ha llegado a definir como una organización criminal que se lucró durante años gracias al poder político. De hecho, el liderazgo del grupo lo ejercían el propio expresident y su esposa, Marta Ferrusola.

El tiempo es fedatario de la condición humana. Por ejemplo, todo parecía distinto cuando Juan Carlos I le decía a Pujol para calmarlo: «Tranquilo, Jordi, tranquilo». Ahora parece otra cosa.