En alguna ocasión he afirmado que todos somos hijos de nuestras ideas, es decir, de nuestra imaginación; lo cual incluye unos límites, un horizonte y una luz determinada. Las comunidades se mantienen unidas de acuerdo a unas creencias que se nutren de un pasado compartido y miran hacia un futuro prometedor. De ahí el valor de lo que pensamos. Cuando las ideas se desligan de cualquier noción de verdad o de un sentido magnánimo de la justicia, los resultados son catastróficos. Por supuesto que no hablo de intenciones –todo el mundo anhela el bien en abstracto, todo el mundo desea la justicia–, sino de la traducción práctica de estas ideas, de la realidad que crean a su alrededor.

Ser hijos de nuestras ideas supone, por tanto, preguntarse por la calidad de las mismas: ¿cómo concebimos la naturaleza humana? ¿Caemos fácilmente en la distinción entre amigo y enemigo, entre nosotros y ellos, entre casta y pueblo? ¿Nos parece adecuado que cualquier poder –sea democrático o no– nos haga extranjeros en nuestra propia casa, como pretenden los nuevos tribalismos? Al contemplarnos en el espejo, ¿qué vemos? ¿Una sociedad donde se educa en el rencor, el auto-odio y la división o una que asume sus heridas y las cicatriza? ¿Una sociedad presa del fatalismo o una que mantiene, contra viento y marea, la semilla de la esperanza? Hagámonos estas preguntas sin perseguir el aplauso fácil de los justicieros, que sólo buscan la condena del hombre. Hagámoslo asumiendo que, cuando en una sociedad empieza a anidar el despecho y el resentimiento, el auténtico horizonte de su esperanza se ensombrece: no se convierte en un país mejor sino en un lugar decididamente peor. De la luz a la sombra sólo hay un paso, que es una forma de mirar. Se diría que nuestra mirada desvela más que oculta. O eso creo. Si el sentido de nuestra mirada divide la sociedad en dos por cuestiones ideológicas, lingüísticas, identitarias o nacionales, la consecuencia será un empobrecimiento de nuestra humanidad común. La guerra cultural en la que llevamos años inmersos va de esto, no de mejorar la democracia. Su clave es la pureza –una pureza ficticia, violenta, excluyente– frente a una democracia que se sabe imperfecta pero no mezquina, frágil pero no cínica.

Nuestras ideas cuentan, porque ninguna democracia puede sostenerse sobre la pureza, la mezquindad y el cinismo. Ninguna puede prosperar sobre el rencor, el encono, el sentimentalismo y el egoísmo. De hecho, si tuviera que definir la esencia de la democracia en una sola palabra hablaría de generosidad: generosidad como forma de respeto y lealtad, generosidad que escucha y espera, generosidad que ni trivializa a los muertos ni a los vivos. Una generosidad que constituye el humus fértil de todo lo que es valioso para el ser humano. H