Obsesionada por la hiperseguridad, la Administración de Bush sigue convirtiendo en usuales las medidas excepcionales antiterroristas: todos los extranjeros que arriben a EEUU serán fichados en aeropuertos, puertos y, a la larga, fronteras terrestres. Sólo a los ciudadanos de 27 países de Occidente --España incluida-- no se les tomarán fotografías y huellas dactilares si acreditan que viajan a Norteamérica por turismo o negocios y por menos de 90 días.

Esta nueva medida de Washington se une a la exigencia de identificar previamente a los pasajeros y de integrar policías armados en los vuelos cuando lo estime oportuno. Todas ellas alteran las reglas internacionales vigentes para el desplazamiento de personas y provocan reacciones dispares en los gobiernos del resto del mundo --Brasil ha replicado con la misma moneda y ficha a los estadounidenses que allí llegan-- y en las compañías de transporte afectadas. Los efectos materiales de estas decisiones de EEUU no van a ser benéficos, y abrirán la puerta a posibles discriminaciones sin garantizar la seguridad absoluta que teóricamente persiguen. Quizá Bush obtenga réditos electorales de todo ello, pero el resto del mundo habrá de pagar la factura.