El desarrollo de los acontecimientos ha tenido instantes tan cómicos, tan absurdos y alucinantes que parecían imaginados por un grupo de guionistas cachondos en pleno subidón lisérgico. Por eso, las ilusiones de quienes (¡ay, optimistas!) creyeron vislumbrar una salida en la mañana del jueves, gracias a los buenos oficios del lehendakari Urkullu y del senador y expresident Montilla, naufragaron en cuestión de pocas horas. Y todo pareció un chiste disparatado, antes incluso de que, ayer, se interpretara en el Parlament el aquelarre de la DUI (y en el Senado, lo otro).

Pero no caben bromas cuando la locura nos está sacando de quicio y nos aboca a la derrota, porque en este lío no hay victoria posible. La república de Cataluña es un ente fantástico que no dispone ni de reconocimiento exterior, ni de moneda, ni de enganche con Europa, ni de nada que no sea un tremolar de banderas y un entusiasmo surreal. Su respaldo social e institucional es tan insuficiente (dos millones de dudosos votos, doscientos alcaldes, setenta diputados) que no era de extrañar la cara de funeral que puso Junqueras tras haberla votado, mientras recibía las enhorabuenas como si estuviese aceptando simpáticos pésames. En cambio, la CUP era pura alegría, porque así los chicos del mambo pueden encarnarse en sus imaginados bisabuelos de la CNT-FAI (y del POUM), cuando hace 80 años se emparejaron con los nacionalistas de Esquerra para joder a la República.

En fin, si la independencia catalana es un no ser, la aplicación del 155 tampoco parece fácil. Entre otras cosas porque el aparato institucional y administrativo de que el Gobierno central dispone en Cataluña es mínimo en comparación con la gran máquina de la Generalitat (lo cual desmiente el ridículo victimismo de los secesionistas). Veremos cómo se organizan las elecciones del 21-D. En resumen: unos no quisieron, otros no pudieron, Rajoy no supo dialogar ni anticiparse, Puigdemont es un enajenado, los nacionalismos los carga el diablo, tenemos unos políticos de pena...Vamos a sufrir.