Antes acostumbraba a ir al cine por la noche. Me encantaba escaparme de casa después de cenar, en pos de alguna película que me estaba llamando con sus cantos de sirena. Volvía a casa envuelto entre las sombras nocturnas, casi clandestinamente, saboreando los recuerdos fílmicos. Ahora, con las restricciones horarias y el toque de queda, esas sensaciones han cambiado. Me tengo que escapar al cine en horarios más decentes, menos furtivamente, qué remedio. La sesión de tarde es lo que se lleva ahora, vaya solo o vaya con mis chiquillos. No importa mucho, al fin y al cabo; cuando salgo del cine ya suele ser de noche, que con el cambio de hora ahora anochece enseguida. Lo importante es ir al cine, seguir yendo a los cines. Que no me los cierren otra vez, por favor. Los horarios se adaptarán a lo que digan las autoridades, como llevamos haciendo un montón de tiempo. Por cierto, nos estamos adaptando a todo con una resignación cristiana que no deja de sorprenderme. Daría la cuestión para una columna, pero me da cosica ponerme a ello, reconocer que cada vez somos más borregos no me acaba de convencer como tema. Casi mejor prefiero hablar de lo esencial. O de los esenciales. Algunos no se lo creerán, pero para mis hijos yo soy una persona esencial. Así es, pese a ser un cuentista. Supongo que muchos, tengan el trabajo que tengan, pensarán lo mismo. Todos somos esenciales, claro que sí. Remedando a Cuerda: todos somos esenciales, pero la cultura es necesaria. Y segura, se podría apuntar también. Ha quedado más que demostrado en estos meses. Sin embargo, parece que eso cuenta poco a la hora de tomar medidas. Menudo traje nos está quedado con tanta medida impopular. Somos como el traje nuevo del emperador. Nos estamos quedando todos en pelotas. Qué ruina de panorama.