Setenta y cinco años después de acabada la Guerra Civil española, cientos, --¿o son miles?-- de aragoneses permanecen todavía enterrados en fosas ignoradas junto a cunetas de carretera y barrancos; enterrados y extrañados porque hasta la identidad se les negó. Aunque suene indecente se podría decir que no tuvieron el privilegio de los fusilados en las tapias del cementerio zaragozano de Torrero, identificados uno a uno por el capuchino Gumersindo de Estella, que les dio auxilio espiritual, consoló a sus familias y hasta tuvo la valentía de levantar un acta de ese momento.

Su actitud estaba años luz de la del capellán de la Modelo de Barcelona que loaba la "incomparable fortuna" de los condenados a muerte, porque saben cuándo van a morir: "¿Es posible conceder una gracia mayor a un alma que atravesó la vida apartado de Dios?".

A diferencia de este individuo, el padre Gumersindo lloró a los ajusticiados, condenó el exterminio y nos dejó un testimonio impagable, porque un niño de 13 años, José Abadía Seral, y otros 57 menores más, ni siquiera pudieron atravesar su corta vida apartados de Dios. Y estos niños, junto con los 3.486 adultos identificados por el capuchino, reposan ya en un Memorial levantado por el Ayuntamiento de Zaragoza, el primero que supo anteponer los sentimientos a los resentimientos, los derechos humanos a las ideas.

Periodista