Tenemos por encima del cielo una ventaja, somos nosotros quienes decidimos si llevar a nuestra boca tormenta o calma, tempestades o sosiegos. Nadie nos obliga, nada nos constriñe tanto como para que no podamos optar por la templanza en lugar de la ira. El sitio asignado al respeto es disputado últimamente por la incorrección, la fanfarria y el desplante como si la grosería y el insulto fuesen muestra de más y mayor brillantez y frescura, como si la educación fuese sinónimo de flojera e hipocresía. En la política y fuera de ella, asistimos a diario a espectáculos bochornosos de autodefinición de bajezas. Escasos son los foros y los espacios en los que aún se percibe y disfruta de buenas maneras, envoltorio coherente de las buenas razones. De los platós de televisión a las sesiones parlamentarias, pocos escenarios públicos quedan al margen del desplante y la comparsa. Incluso hay quienes, tan faltos de argumentaciones como de demostraciones, adjudican a determinadas opiniones ideológicas la titularidad de la corrección y cortesía como si la civilidad reposase en la política y formase parte de su cometido el ataque a la civilidad. Flaco favor a sus ideas, pobre representación de sus ideales. Todo cambia, incluso los cambios cambian. Supongo que todos recordamos alguna expresión en la que se aludía a los mercados como sinónimo de escándalo y griterío. Tengo para mí que hoy hay en ellos bastante más miramiento y compostura de la que se observa en quienes se supone son, o así se proclaman, referentes sociales. Por lo que a mí respecta preferiría que circunscribiesen al ámbito de lo privado su «postureo» y «mitinología» y que en su lugar, como muchos de sus conciudadanos anónimos, contribuyesen a aportar la sensatez que mejora la convivencia pública. Y no, no creo yo que podamos achacar a una plaga bíblica de ignota autoría y desconocido esfuerzo el origen de esos males, más bien me parecen a mí la consecuencia no meditada de decisiones con preferencia por la facilidad y tendencia al escapismo. Todo es ambivalente y tiene un reverso, también las actitudes, de efecto inmediato y perdurable. Pareciera que muchos de nuestros coetáneos repartidos por los cinco continentes hubieran olvidado o premeditadamente prescindido de la máxima: se predica con el ejemplo. En ese contexto también en Francia andan preocupados por parecidas situaciones y personas, así Marcel Gauchet habla directamente de cómo la deserción de lo cívico puede contribuir al aberrante culto de una democracia que opera contra sí misma. La responsabilidad de la libertad es la responsabilidad de proteger y en el ámbito del cuidado entran, cómo no, la de los pensamientos propios y si me apuran la de los ajenos y se me hace muy complicado imaginar cómo conquistar una democracia mejor, una democracia decisiva si el respeto hacia lo semejante y lo distinto no es abundante y en las dos direcciones. Me atrevo, en lo que quizás sea un abuso de confianza por mi parte, a pedir a diestro y siniestro, en el foro de la cosa pública y en el de la no tan pública lo que yo llamaría un «favor social»: llenen sus bocas de ideas y no de furia y si en el legítimo ámbito de su libertad optan por la dureza que sus palabras mantengan y proclamen a un tiempo su respeto y consistencia. Firmeza no es sinónimo de aspereza, ni amabilidad de debilidad (traducción libre del viejo aforismo suaviter in modo fortiter in re). H *Universidad de Zaragoza