El asesinato en España de Laura Luelmo, que ha conmocionado al país, ha relegado a un cierto segundo plano a otros crímenes igualmente espeluznantes, los de las dos jóvenes europeas asesinadas en Marruecos.

Louise Vesterager y Maon Ueland, danesa y noruega, de 24 y 28 años de edad, respectivamente, no podían ni remotamente imaginar que nunca regresarían de su viaje a Imlil, en el Alto Atlas, cerca de Marrakesh.

En la noche del pasado 17 de diciembre, un grupo de cuatro marroquíes, militantes del Estado Islámico, ISIS, asaltaron su tienda de campaña, donde ambas deportistas descansaban tras una jornada de ascenso al pico Toubkal, las acuchillaron y degollaron.

Un vídeo en la red intenta justificar esas atroces acciones como una ofrenda o débito a la fe integrista y a su lucha contra los extranjeros que invaden tierra sagrada. La locura, el impulso inexplicable que llevó a Bernardo Montoya a asesinar en El Campillo a Laura Luelmo se repite aquí, con el mismo grado de demencia, pero delegado y teorizado por una fe que exige sacrificios rituales, degollamientos, decapitamientos, guerras y muertes como las de estas dos inocentes europeas.

Cuyo trágico fin no ha tenido lugar en los lejanos desiertos de Siria ni en las montañas de Afganistán, sino a cincuenta kilómetros de Marrakesh y poco más de dos horas de vuelo desde Madrid. En un paraje bello y montañoso sembrado de pequeños pueblos de agricultores y ganaderos, donde todavía es posible visitar los tradicionales talleres de artesanías y ver cómo se fabrica el queso o hila la rueca.

Crímenes que pueden volver a repetirse si las autoridades marroquíes no aciertan a contener la expansión de estas sectas integristas, cuyo fanatismo y capacidad de infringir dolor no tiene límites. Una tarea en la que Occidente debe colaborar, antes de que sea demasiado tarde. Decisiones como la de Trump, en el sentido de retirar las tropas norteamericanas de los focos de conflicto yihadista, o de Putin, en fase ahora de reconocer a los talibanes como una fuerza política con la que negociar acuerdos internacionales, no tranquilizan a nadie.