Ciertos sectores políticos y sociales responsabilizan de los males actuales a la transición, en concreto a la Constitución de 1978 (CE78) y a la Monarquía, y propugnan abrir un proceso constituyente que culmine en una nueva Carta Magna y en la república como forma de Estado.

Es indiscutible que la transición se hizo con la mayoría de los aparatos del Estado intactos y bajo la presión de los poderes fácticos, especialmente el militar, y que algunas de nuestras aspiraciones, empezando por la república, se quedaron por el camino. Pero, desde mis profundas convicciones republicanas, creo que situar la sustitución de la Monarquía por la república como objetivo político ahora, en este contexto político y social y con la actual correlación de fuerzas, sería un profundo error estratégico de las izquierdas.

Frente a los graves problemas de España (paro, precariedad, salarios bajos, crisis territorial, violencia de género, futuro de las pensiones, etc.) y a los retos globales como la sostenibilidad ecológica, las desigualdades sociales o el futuro de la UE, debemos preguntarnos a quién beneficiaría iniciar un proceso sobre una hipotética sustitución de la Monarquía por la república, que monopolizaría el debate político eclipsando el resto de temas, crearía fracturas y tensiones sociales y, sobre todo, bloquearía soluciones a problemas que afectan cotidianamente a la ciudadanía. Sin duda, fortalecería a la derecha, feliz de que las fuerzas de izquierda confrontasen con la Monarquía y no con ella.

No parece, pues, muy razonable. Ni útil, si tenemos en cuenta que la Monarquía española no tiene ningún poder ejecutivo, solo tiene función representativa, como las monarquías parlamentarias de Holanda, Suecia, Dinamarca, Gran Bretaña, Noruega, Bélgica o Luxemburgo. Estos países figuran entre los más avanzados de la UE, mientras que en algunas de las repúblicas, como Polonia o Hungría, se da un claro retroceso de derechos y libertades.

Desde la a convicción de la superioridad democrática de la república, hay que tener presente que los problemas y las aspiraciones de la gente no se solucionan mejor o peor porque la forma del Estado sea una monarquía parlamentaria o una república, sino por las políticas que ejecutan sus gobiernos.

Hay que recordar, también, que la Constitución no es la causante de la corrupción, ni de la situación de emergencia social, el paro y la precariedad. Son las políticas que han hecho los gobiernos las que no han dado respuesta satisfactoria a cuestiones socialmente graves como la vivienda, las pensiones o el seguro de desempleo, incluso podríamos decir que las políticas de los gobiernos han ignorado el mandato constitucional, solo hay que comparar los déficits actuales en materia de vivienda, pensiones o cobertura de paro con los correspondientes artículos de la CE-78 para comprobarlo: el artículo 50 habla de «pensiones suficientes y actualizadas periódicamente», el artículo 47 dice que «todos los españoles tienen derecho a una vivienda digna», el artículo 41 habla de «garantizar las prestaciones sociales especialmente en caso de desempleo» y así podríamos poner otros muchos ejemplos.

¿No hace falta, pues, reformar la Constitución? Por supuesto que sí, para incorporar cuestiones que cuando se hizo no tenían la trascendencia que tienen hoy, como la dimensión actual de la inmigración, la igualdad hombre--mujer o la sostenibilidad ecológica, y para incluir un modelo territorial con una perspectiva federalista de reconocimiento de la plurinacionalidad del Estado que permita superar la actual crisis territorial.

Pero no parece sensato, desde una perspectiva de izquierdas, plantear un hipotético proceso constituyente en España, partiendo de cero y reabriendo un debate que polarizaría la sociedad sobre temas como el aborto, la pena de muerte, el modelo de Estado o el papel del Ejército, sobre todo si tenemos en cuenta que sería difícil mantener algunos de los contenidos actuales más avanzados.

Como decía en un artículo publicado en el 2015 Francisco Rubio Llorente, expresidente del Consejo de Estado y exvicepresidente del Tribunal Constitucional: «El proceso constituyente es una insensatez. La apelación a la ausencia de clamor popular como razón para resistirse a la reforma constitucional es una necedad».

Debemos tener cuidado con los caminos erróneos. Necesitamos toda la sensatez y toda la inteligencia para superar esta compleja y difícil situación. Sin inmovilismos y sin falsos atajos.

*Exdiputado y exsenador por ICV