El atentado yihadista de Atocha del 2004 y los tres días posteriores hasta la imprevista victoria de José Luis Rodríguez Zapatero frente a Mariano Rajoy, constituyen el capítulo más convulso de la historia reciente de España. Aquel dolor desgarró a la sociedad española, que descubrió con amargura dos cosas: que podía ser víctima de una brutalidad terrorista de esa envergadura y que el poder político era capaz de mentir hasta la abyección, en aras de sus intereses electorales, sobre la autoría del atentado. El 11-M ya es un ejemplo clásico de cómo una súbita y enorme indignación ciudadana se traduce, en cuestión de horas, en un giro copernicano del resultado previsto en unas elecciones. La pregunta que cabe hacerse hoy es si España ha digerido aquel suceso traumático. Solo en parte. Los familiares de las víctimas tendrán siempre la legítima sospecha de que si España no hubiera participado en la guerra de Irak el 11-M no habría existido. Y la perversa división que hizo un sector del PP agrandó la herida. La mejor forma de honrar la memoria de los 191 muertos es que reconozcan la verdad quienes aún no lo han hecho.