Me encantan las estaciones de tren y su caótica fauna humana. En la de Huesca descubrí hace algún tiempo, un tipo de visitante que en otros lugares más transitados o no existe o pasa desapercibido: el abuelo con su nieto. En mi pueblo siempre hay algún jubilado paseando por los andenes con un niño de 3 o 4 años. Resulta conmovedor ver a uno de esos hombres curtidos por los años de trabajo, caminando de la mano de un crío que ha tenido la suerte de nacer en un país mucho más próspero. He oído a mi padre contar mil veces la extraordinaria impresión que le supuso ver por primera vez un tren. Su tío le llevó a Sabiñánigo y allí vieron llegar una de aquellas ruidosas locomotoras de vapor. La mitad de Aragón se subió a uno de aquellos trenes y dejó su tierra en busca del progreso que le esperaba en la ciudad. Mi generación ha tenido que coger muchos intercity para llegar a las aulas de la universidad y la mayoría nunca compró el billete de vuelta. También mi padre lleva a mi hijo muy a menudo a la estación. A los dos les encantan las modernas máquinas de alta velocidad. Seguramente le lleva allí para que conozca el camino que un día tendrá que tomar, un futuro lleno de viajes en tren.