Hace unos años, durante un viaje a Estambul, entré en un recinto en el que se encontraban las tumbas de tres gobernantes de más bien corta duración y, es de suponer, poca trascendencia. En cada una de las tumbas había una inscripción que resumía su vida en pocas líneas, siguiendo lo que debía de ser el modelo de texto de un epitafio.

En el de la tumba del gobernante que murió primero se alababa el hermoso color oliváceo de su piel, se destacaba lo bien que jugaba al ajedrez y que era un excelente luchador. Después aparecía una línea que decía que había sido vilmente asesinado por el gobernante que lo sucedió. El epitafio de este segundo gobernante loaba su tez olivácea, su habilidad en el ajedrez y en la lucha. También que hubiera matado heroicamente a su vil antecesor y lamentaba que hubiera sido asesinado por el malvado tercer gobernante. Creo que no es necesario que ponga que se podía leer en el epitafio de este señor de bella piel olivácea que salvó al pueblo de la crueldad del ocupante de la segunda tumba. Este alarde de economía lingüística muestra qué fácil es convertir a héroes en villanos y viceversa. Todos eran buenos. Todos eran malos. Para ello, basta con una línea. En estos días de noticias repetitivas, de relatos más cargados de emociones que de argumentos, en los que nos cuentan una y otra vez lo mismo, no estaría de más hacer un ejercicio similar al de las tumbas turcas: poner las diferentes narraciones unas al lado de las otras para ver que es siempre lo mismo, añadiendo un agraviado «y tú, más».

*Escritora