El próximo domingo, por primera vez en casi cuatro meses, podré abrazar a mis padres, que viven en otra comunidad. Mi madre, que afortunadamente está a salvo del virus, se ha contagiado de otro mal, que es una tristeza permanente y pesada como un manto, fruto del alejamiento de sus hijas y nietos, de las muertes a su alrededor y, sobre todo, del consumo abusivo de programas como el de Ana Rosa. Mi madre se ha pasado la pandemia escuchando que, bueno, el virus afectaba mucho más a los viejos, menos mal. Viendo cómo se morían como moscas gente de su edad en las residencias. Escuchando que si hay un respirador, mejor para un joven que para un viejo. Ha aprendido qué es un triaje, para su horror. Y ha resistido junto a mi padre, atrincherada en casa sin salir a la calle en más de dos meses, lavándose las manos sin parar porque es lo que recomendaban. Mi madre, como tantos ancianos, ha visto cómo lo que era una plácida vejez se ha convertido en una pesadilla.

Mi padre, que es más rocoso, lo ha llevado mejor. Pero su ordenada vida (dos viajes al año a Benidorm con los amigos, tertulias cada tarde en la cafetería, compras en los comercios del barrio, visitas regulares a Zaragoza y a Bilbao) ha saltado por los aires, y no son edades para eso. Pero sobre todo, no son edades para escuchar que los viejos son prescindibles, porque eso, después de una vida de duro trabajo, entrada en los ochenta y siendo, como es, una buena persona, la ha dejado con la sensación de que es una carga para la sociedad. Y eso, parafraseando a la impresentable de Cayetana Álvarez de Toledo, no se lo perdonaré jamás a las autoridades que ahora se pelean por quién tuvo la culpa de la sangría en las residencias.

*Periodista