Me asalta la imagen de Bob Dylan en la pantalla y recuerdo que esa secuencia forma parte del magnífico documental No direction home, de Scorsese. Tengo el DVD que lo he visto varias veces. Es una grabación casera de un paseo del cantante, que se pone a vacilar con las letras de un anuncio en la calle. Me pregunto: ¿por qué ponen esto ahora? La respuesta llega 70 segundos después: forma parte de una publicidad bancaria. Bancaria. Y pese a que conozco la afición de Dylan por sacarle agua a las piedras en forma de dólares, no capto la intención del bardo. ¿Es una provocación, como lo fue cantar ante el Papa? ¿En serio que autorizó a que sonara la mítica Like a rolling stone al final del anuncio? Me produce una abrumadora tristeza comprobar que los tiempos no han cambiado mucho.

La tristeza es una sensación que no se puede provocar. Brota. La alegría, la comicidad, pueden pergeñarse. La tristeza no, es un sentimiento muy personal. Pero veo que la muerte súbita de Tito Vilanova ha derramado una mermelada agria entre la afición. La tristeza es la sensación unánime entre los que lo conocieron, porque todos coinciden en destacar su modesta humanidad, su sencillez de payés, su contenida alegría en los triunfos, su serenidad ante la adversidad. No he escuchado una sola palabra vacía de contenido. Los hombres grandes son discretos. Dylan también lo es, y también es grande, pero su distancia del suelo ya es enorme. Hace tiempo que aquella piedra rodante se paró en seco. Ahora vuela.