Cualquiera de nosotros sabe que hacer obras en el baño o la cocina acaba costando más de lo que estábamos dispuestos a gastar. Si en la vida civil a los particulares nos ha ocurrido eso y hemos aceptado la falta de seriedad en los plazos y el escaso cumplimiento del presupuesto, no debe extrañar que la obra pública haya sido en este país un cachondeo cuya deuda dejaremos en herencia a nietos y bisnietos. Añadan a esa forma colectiva e indolente de funcionar la facilidad con que se han corrompido los que han estado en los aledaños de grandes construcciones públicas y tendremos la foto fija del desastre nacional. Es verdad que los imprevistos aparecen en todas las obras mundiales de ingeniería compleja. El túnel del canal de la Mancha tuvo un coste final cuatro veces superior al adjudicado. Pero no podemos negar que España ha tenido una querencia bochornosa por el trapicheo, el pelotazo, las comisiones y la chapuza. Es inevitable pensar que la empresa Sacyr ha exportado, además de la buena ingeniería, un modelo de comportamiento marca España que a las autoridades de Panamá les ha irritado hasta romper la baraja. Una obra de esta envergadura es una estrella de muchas puntas en cualquier solapa empresarial. Alemanes, japoneses, chinos y norteamericanos pujaron por el goloso concurso público, pero cometieron el error de presentar ofertas mucho más caras que la del grupo que lideraba Sacyr. El Gobierno español avaló un seguro de casi 200 millones que, si se rompen las negociaciones, habrá que sacar del monedero de todos. ¿Estos señores creen que los contratos son como los programas electorales? Mientras, la Autoridad del Canal insiste: con truco no hay trato. Periodista