A medida que se acerca el 20 de enero, cuando Donald Trump jurará la presidencia de Estados Unidos, el ambiente se va caldeando. Hace pocas semanas ya anunció que denunciaría el TPP (Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica), el tratado de libre comercio firmado en el 2016 con 11 países y destinado a crear una amplia área comercial entre las dos orillas del Pacífico. También ha avanzado la renegociación de la NAFTA (Área de Libre Comercio de América del Norte), firmado con México y Canadá, que es el acuerdo que permite producir en esos países mercancías que entran en EEUU libres de aranceles. Anticipando ese movimiento, en los últimos días ha lanzado severas advertencias a los fabricantes de automóviles. Primero, a Ford, que ha decidido cancelar la inversión prevista de 1.600 millones de dólares en México y efectuarla en Michigan; posteriormente, a General Motors, advirtiéndole de que de continuar importando vehículos de México le impondría tasas del 35%; y finalmente, aunque no la ha amenazado directamente, a Chrysler, que ha decidido crear 2.000 empleos en sus factorías de Michigan y Ohio. Y aunque todas esas empresas sostienen que lo que ha impulsado esas nuevas inversiones en EEUU son las menores regulaciones y las rebajas de impuestos que Trump ha prometido, también hay consenso en que sus advertencias algo tienen que ver.

Además, sus amonestaciones se han extendido a Japón y China. En el primer caso, han recaído sobre Toyota, el buque insignia de la economía japonesa, amenazada también con tasas adicionales a los vehículos que fabrique en México. Cabe interpretar esta advertencia como un aviso a navegantes, tanto a las grandes compañías japonesas con producción en EEUU como a las importaciones procedentes del propio Japón. Por ello, no es extraño que el ministro de Finanzas nipón haya salido a la palestra para defender la contribución de las empresas de automóviles japonesas al crecimiento americano.

En el caso de China, las cosas son mucho más serias. Tras el inusual movimiento de Trump de apoyo a Taiwán, rompiendo con la tradicional política americana de una China, Pekín ha advertido explícitamente de que tomaría represalias en el caso de que sus ventas fueran penalizadas. Bien con aranceles directos, bien declarando a China manipuladora de su divisa, con todo lo que ello implica.

Hay algunas esperanzas de que las bravatas del presidente no sean más que eso; o que el Congreso, que es el que debe acceder a los cambios de tratados, se oponga. En todo caso, en un aspecto tan sensible como el del comercio, los problemas de la presidencia de Trump ya han comenzado.

Pero más preocupante que su impacto en los intercambios es la estrategia que se adivina. Es cierto que China ha sido la gran beneficiada de la globalización, pero ¿es eso lo que pretende revertir la nueva Administración americana? Los signos de los tiempos apuntan en esa dirección. Y ese es un ámbito en el que es mejor no imaginar siquiera el conflicto.

Trump ha tenido la virtud de señalar al rey desnudo: que la globalización, junto a evidentes ventajas para determinadas capas sociales, tiene perdedores específicos. Pero es menos evidente que su política vaya a comportar una mejora en el nivel de vida de los colectivos que pretende proteger. El cambio técnico está ahí, y tiene poco que ver con la globalización financiera o la deslocalización.

En todo caso, ¿tendrá éxito su neoproteccionismo? No es evidente. Primero, porque su política fiscal (ampliando gasto militar y en infraestructuras, reduciendo impuestos a empresas y familias y suprimiendo reglamentaciones bancarias, medioambientales u otras), junto al alza de tipos de la Fed, reforzará el dólar, deteriorando la competitividad americana. Segundo, porque una posible respuesta de la industria americana ante esos nuevos aranceles será, a buen seguro, profundizar en la robotización, reduciendo empleo. Finalmente, porque la pérdida de comercio global se filtrará, tarde o temprano, hacia EEUU en forma de menor demanda de sus productos.

Proteger a los perdedores de la globalización implicaría alterar radicalmente el orden liberal impulsado, justamente, por EEUU los últimos 50 años. Es decir, exigir a todos los países las mismas reglas de juego en cotizaciones a la Seguridad Social, derechos de los trabajadores, impuestos, regulaciones empresariales y protección medioambiental. ¿Es eso posible? No lo parece. Por ello, ¿estamos en presencia del final del orden liberal? Todavía no, pero se otean cambios profundos.

*Catedrático de Economía Aplicada