De un plumazo, con la ligereza política e intelectual que le caracteriza, el presidente de EEUU, Donald Trump, ha roto con décadas de política exterior de EEUU en el conflicto palestino-israelí al reconocer a Jerusalén como la capital del Estado hebreo y al anunciar su decisión de trasladar a la ciudad tres veces santa la embajada de EEUU. Se trata de una decisión de un enorme calado político -tomada en contra de la opinión de aliados europeos y árabes y de voces incluso dentro de Israel-, que puede desencadenar una oleada de violencia no solo en la parte árabe de la ciudad, sino en los territorios ocupados y en otros países árabes y musulmanes. Las primeras manifestaciones de repulsa ya están convocadas y es de temer el derramamiento de sangre.

Es falaz, y hasta insultante, sostener que una decisión de este tipo sirve para impulsar el proceso de paz entre palestinos e israelís. En realidad hace exactamente lo contrario: alimenta a los radicales de ambos bandos, entierra el objetivo de los dos estados, deja al liderazgo palestino al pie de los caballos y lanza el mensaje de que solo las medidas unilaterales (como los asentamientos de Israel) dan réditos. Las consecuencias de este movimiento aún están por ver, pero al actual presidente de EEUU le corresponde la responsabilidad. La paz está mucho más lejos hoy después de que Trump haya dejado su impronta en la historia del conflicto.