La diferencia entre la sospecha y la prueba es la misma que hay entre la mera suposición o posibilidad y la certidumbre. Eso sucede ahora con Donald Trump: todo indicaba que el presidente es un xenófobo o racista encubierto, pero la arremetida contra cuatro combativas integrantes de piel oscura de la mayoría demócrata en la Cámara de Representantes ha certificado que, sin duda, se trata de un racista de libro que procura no incomodar a lo que queda del Ku Klux Klan, a los supremacista de toda laya y a los profetas de un universo blanco, anglosajón y protestante (WASP por sus populares siglas en inglés).

Se acabaron los encubrimientos y las dudas: una hija de puertorriqueños, dos musulmanas --una de ellas nacida en Somalia-- y la primera congresista negra de Massachusetts sacan de quicio a Trump, que las invita a regresar a sus países de origen. Una grosería racista en forma de tuit envuelta en un disparate, aplaudida por un auditorio asimismo racista y blanco en una universidad de Carolina del Norte, prueba del nueve de la sintonía de Trump con sus incondicionales.

El presidente es un tipo peligroso --muy peligroso, cabe decir--, que se siente como pez en el agua en ambientes crispados y divisivos: ellos y nosotros, los blancos y los que no lo son, los sumisos que acatan las órdenes y los levantiscos que las discuten, América (Estados Unidos) y el resto, multilateralismo y unilateralismo, y así sucesivamente.

Trump ha desquiciado las reglas del juego y se le ha comparado con frecuencia con un adolescente caprichoso. Verlo con este perfil inmaduro es hacerle un favor, suavizar la cosa: Trump es el líder de la extrema derecha a gran escala, el faro que fija el rumbo de tipos tan torvos como Jair Bolsonaro, Matteo Salvini, Viktor Orbán y una lista cada vez más larga de personajes igualmente peligrosos, depositarios de todas las fobias imaginables, tan xenófobos como su guía espiritual, de forma encubierta o sin disimulo. Conviene no desviar la atención y recordarlo al menos una vez todos los días.

*Periodista