La noticia de la profanación de la tumba de un cristiano, seguramente a manos de creyentes tan musulmanes como terroristas, ha puesto una nota de espanto añadida, recordándonos que el límite de estos criminales no concluye con el asesinato, sino que va más allá de la muerte. En realidad, la profanación de los cadáveres no es un acto gratuito, sino que se ha practicado desde la Antigüedad con el avieso objeto de evitar que la víctima gozara de la vida eterna. Se trata no sólo de segar su existencia terrenal, sino, también, de impedirle el acceso al espacio ultraterreno.

Dejando lo metafísico y volviendo a lo físico, no hace falta ser un técnico en investigación policial para percatarnos de que los terroristas no están solos y cuentan con abundantes apoyos en Madrid. Hay que tenerlos para localizar una tumba que carece de nombre, como tantas otras recientes, y en las que sólo figura un número. Hay que conocer la manera de entrar de noche en un cementerio vigilado, y hay que disponer de información para saber dónde no estarán los guardas y dónde estarán las herramientas.

Los profanadores de tumbas más antiguos eran los egipcios. Los egipcios que profanaban las tumbas se enfrentaban no sólo a la mutilación y a la pena de muerte, a la cólera de los sacerdotes, del pueblo y del faraón, sino que Anubis no les iba a permitir la vida eterna, con lo que, aunque burlaran la vigilancia, se convertían en condenados para los dioses. Y, a pesar de ello, los profanadores fueron un gremio numeroso y competitivo. Los repugnantes profanadores de la tumba de un policía en acto de servicio tienen muchas menos razones para tener miedo: no existe la pena de muerte, no existe la tortura, Alá les bendice y la democracia les garantiza los derechos que ellos niegan a sus víctimas. Además, se trata de la tumba de un infiel, o, en el lenguaje soez de los terroristas, de un perro cristiano que no cree en Alá. Reconocerán que hay días en que ser demócrata y tolerante cuesta un gran esfuerzo.

*Escritor y periodista