Hace un par de años mi padre y yo asistimos a un acto literario donde había que acudir con corbata. Estábamos los dos como en una comedia viendo un YouTube para hacer el nudo: todavía no sé cómo nos dejaron entrar. Cuando nací mi padre trabajaba de camarero. Durante años iba a trabajar con corbata y no podía creer que se le hubiera olvidado. Los dos nos dedicamos a profesiones de cierta exposición pública, pero casi nunca tenemos que llevar corbata: en muchos trabajos de menor o mayor responsabilidad tendríamos que hacerlo. (También ahora ya no la lleva mucha gente que hace unas décadas lo habría hecho.)

Recordé la escena porque es habitual leer comentarios un tanto displicentes sobre España como país de turismo y camareros. Estos días ha vuelto a ocurrir, a raíz de la crisis para el turismo por culpa de la pandemia, y de sus consecuencias devastadoras sobre la economía española. Parte de la irritación es comprensible: muchos sectores sufren pero algunos tienen más eco (en parte por su peso: el turismo es en torno al 12% del PIB). También puede haber críticas razonables sobre la conveniencia de la diversificación o el efecto de determinados tipos de turismo en las ciudades o la saturación en algunas zonas.

El periodista especializado en Economía Nicolás Menéndez Sarriés criticaba la mezcla de desprecio y voluntarismo de otras críticas. Señalaba que es una suerte que haya gente que desea venir. Sería absurdo no aprovechar ventajas naturales como el clima y la situación geográfica, o construidas, como infraestructuras, una industria hostelera, seguridad, un patrimonio cultural. Sin contar, por supuesto, con que el turismo consume muchas otras cosas: a veces es sangría y a veces el Prado. No necesariamente está reñido con innovación en sectores estratégicos -también el turismo puede ser innovador, e implica generar energía e infraestructuras. Como dice Elena Alfaro , el impulso al teletrabajo podría facilitar que gente viniera a vivir y trabajar desde España. Además, tiene la ventaja de que sabemos que funciona, con sus problemas. Los cambios de orientación no siempre salen bien y con frecuencia en estas discusiones la alternativa es básicamente un deseo: como si se cerrasen chiringuitos de playa y empezaran a brotar centrales fotovoltaicas. Muchas veces quienes hablan de ese país de camareros son profesores de Ciencias Sociales o periodistas culturales, gente que está bastante alejada de la actividad productiva. A menudo el contacto más común de esos progresistas con alguien de clase obrera es precisamente el que tienen con un camarero. Es curioso que el clasismo les salga con ellos.