El turismo es algo más que una sólida fuente de riqueza para nuestro país. En el pasado, la entrada masiva de personas procedentes del otro lado de los Pirineos fue germen y alimento de un cambio de mentalidad que nos abrió los ojos y promovió la futura integración en Europa, hasta disipar por fin la lacra de un secular subdesarrollo cultural. Entonces, al calor del sol del Mediterráneo, nos hicimos cosmopolitas; hoy, nuestros visitantes aportan, sobre todo, una contribución más que notable a la economía nacional y suponen un elevadísimo porcentaje del PIB, con el valor añadido de sostener muchos puestos de trabajo.

Como destino turístico de primer nivel, España ofrece servicios de una gran calidad, reconocida y muy apreciada fuera de nuestras fronteras, esos difusos límites administrativos en los mapas que, de pronto, se han convertido en barreras reales. De repente, el castillo de naipes se tambalea y amenaza sumirnos en lo mas profundo de una crisis, ya de por sí muy grave. Pero cuando se plantea el retorno a la feliz realidad anterior, surge una cuestión esencial: ¿podemos garantizar la seguridad sanitaria de los visitantes? ¿Y la nuestra? Resulta difícil hacerlo sin comprometer, de una u otra forma, el futuro de una industria que depende fundamentalmente de la reputación y buena imagen, frente a una competencia que tampoco se duerme. Obviamente, si negocio y salud se tornan incompatibles, debe primar la segunda; eso nadie lo duda. Pero en tanto se encuentra una fórmula segura de conciliación, también podemos estudiar cómo aprovechar la ocasión para cambiar el desgastado modelo de sol y playa por el de turismo interior, donde precisamente Aragón puede presumir de una oferta prodigiosa, ajena a la contaminación y a los peligros derivados de una masificación sin control.

*Escritora