La muerte de más de 30 soldados turcos en el frente sirio de Idleb pone en riesgo la alianza oportunista de Turquía con Rusia, compromete la viabilidad del acuerdo suscrito por la Unión Europea con el Gobierno de Recep Tayyip Erdogan para que mantenga en su territorio a 3,7 millones de refugiados y compromete a la OTAN, uno de cuyos socios (Turquía) invoca el artículo 4 del tratado fundacional al sentir su seguridad amenazada. Todas las contradicciones derivadas de la implicación turca en la guerra siria se han concretado de golpe, de forma que los intereses defendidos por Rusia en la región y su condición de aliada incondicional del presidente Bashar al Asad se han revelado incompatibles con los intereses de Occidente, a los que Turquía está vinculada desde su ingreso en la OTAN en 1952. Puede decirse que la entente de Turquía con Rusia es una anormalidad absoluta, no solo por las implicaciones que tiene en el diseño de las políticas de defensa de la OTAN, sino porque ha convertido a uno de sus miembros en cliente de la industria armamentista rusa. Algo que ha alarmado por igual a EEUU y a los europeos y que, se quiera o no, debilita a la organización en una de las zonas más conflictivas e inestables del planeta. La misma anormalidad puede atribuirse al compromiso suscrito por la UE con Turquía después de la avalancha de refugiados del 2015 y de su incapacidad para gestionar el problema con sus propios medios. Bruselas prefirió en el 2016 extender un cheque a Ankara de 6.000 millones de euros a cambio de que frenara los flujos migratorios y se convirtiera en un contenedor de desplazados, lo que puso a los estados europeos en rehenes de un régimen imprevisible que ahora amenaza con abrir durante 72 horas las rutas hacia Grecia y Bulgaria. En la práctica se trata de un incumplimiento flagrante de lo acordado, pero el poder blando de la UE parece insuficiente para obligar a Turquía a rectificar. De hecho, no es la primera vez que Erdogan usa a los refugiados como instrumento de presión política.