La declaración final de los ministros de Asuntos Exteriores de la Unión Europea, reunidos ayer en Zagreb, abunda en la misma falta de sensibilidad y altura de miras que en el 2016 desembocó en el acuerdo con Turquía para que se hiciese cargo de los refugiados que, procedentes mayoritariamente de Siria, pugnaban por entrar en Europa. La disposición de los Veintisiete para revisar el acuerdo suscrito con el Gobierno turco, siempre y cuando desista este de incitar a los refugiados a cruzar la frontera griega o al menos intentarlo, tiene mucho de huida hacia adelante, de salida momentánea para una situación que ha convertido a los socios de la UE en rehenes de los designios políticos del presidente Recep Tayyip Erdogan.

Aumentar la contribución europea, ahora de 6.000 millones de euros, para el sostenimiento en suelo turco de los desplazados sirios, no deja de ser otro parche para abordar un problema que interesa directamente el compromiso con la defensa de los derechos humanos, con la situación de una multitud vulnerable, utilizada políticamente por todo el mundo.

Qué duda cabe de que el comportamiento de Erdogan desde los últimos días de febrero es de un oportunismo flagrante, pero la aproximación de los europeos al drama que se desarrolla en el Mediterráneo Oriental no está a la altura de ninguna de las disposiciones que el derecho internacional en general y el comunitario en particular, incluido el Tratado de Roma, establecen para proteger a los refugiados.

Incluir en la declaración final de los ministros un párrafo en el que se afirma que los reunidos rechazan «con firmeza el uso por Turquía de la presión migratoria con objetivos políticos» sería del todo aceptable si, acto seguido, no manifestara que cabe una nueva componenda con Ankara para mantener a los refugiados alejados de las fronteras de Europa. Entre otras razones, porque no hay ninguna garantía de que en el futuro no vuelva Turquía a echar mano de las víctimas de la guerra de Siria y de otras situaciones angustiosas para presionar a los europeos, y de que estos no queden atrapados, como ahora, en un laberinto sin salida.

Es particularmente lamentable el apoyo acrítico de los socios de la UE al Gobierno griego, que ha recurrido a los gases lacrimógenos para contener a los refugiados que han llegado a su frontera. No se trata de poner en discusión el derecho de los estados a garantizar su seguridad y soberanía, pero si es discutible, por no decir reprobable, la desproporción de los medios empleados para lograrlo.

Desde luego, es preciso evitar una entrada masiva de migrantes sin controles rigurosos y efectivos, pero eso no justifica el recurso a una fuerza extrema como han hecho la policía y los guardacostas griegos despachados a la zona de crisis por el Gobierno de Kyriakos Mitsotakis. La UE es una gran potencia económica que con episodios como estos degrada su imagen y da alas a los movimientos de extrema derecha, cuya hostilidad hacia los flujos migratorios es un ingrediente esencial de sus programas.