Casi nunca sabemos cuándo será la última vez de nada. Planeamos cuidadosamente las primeras veces. Algunos recuerdan su primer beso (todos recuerdan su primer polvo), la primera vez que vieron el mar, la primera cosa que compraron con su primer sueldo (una americana de pana marrón con coderas que llevé hasta la saciedad y que no recuerdo en qué mudanza o en qué momento se perdió o me dejó de gustar, las coderas, ¡qué gran invento!), la primera vez que vieron a un muerto, la primera vez que fueron a Venecia, que vieron el Partenón, la primera vez que pensaron que estaban enamorados, la primera vez que se enamoraron, la primera borrachera (aunque eso probablemente lo recuerden mejor nuestros amigos que nosotros).

También recordamos la primera vez que vimos a nuestros hijos, claro, la sensación de absoluta irrealidad y milagro, de formar parte de un río. Y la primera vez que vimos a aquellos que se convertirían en parte esencial de nuestra vida. Aunque a veces recordamos detalles de personas que pasaron de largo y somos incapaces de recordar cómo conocimos a alguien que a la larga tendría una influencia definitiva en nuestro modo de ver el mundo, que nos haría mejores.

En cambio, las últimas veces son más complicadas. A veces también las planificamos y nos decimos con firmeza o con una sensación de alivio que esa, la próxima, será la última vez. La última vez que quedo con este plomo de persona, la última vez que no le digo lo que pienso a mi amiga, la última vez que entro en esta tienda donde son tan antipáticos.

Pero la verdaderas últimas veces no se planifican. Nunca sabemos (aunque pensemos que sí) cuándo será la última vez que veamos a alguien, nunca sabemos cuándo será la última vez que pisemos el suelo de la plaza de San Marcos, la última vez que nos demos un baño maravilloso en el mar. Tal vez ya haya sido la última vez. Tal vez este artículo sea el último. Lo más probable, lo que dicen las estadísticas por mi edad y condición, es que en principio no será el último, que lo más probable es que siga escribiendo artículos y libros, pero no hay garantía.

El otro día, viendo el espectáculo deprimente y desmoralizador de los políticos, de todos ellos, pensé: «Tal vez la última vez que voté [ya no recuerdo cuándo fue, hemos votado tantas veces en los últimos tiempos] fuese, sin saberlo yo, realmente la última».

Recuerdo la primera vez que voté, tenía 18 años y la sensación de estar haciendo algo importante y serio, de empezar a participar en algo que tendría un impacto real en la vida de los ciudadanos, que podría mejorarla, recuerdo la sensación de satisfacción al haber cumplido con mi deber. No sé si volveré a hacerlo.

*Escritora