Estamos invadidos por un ejército de objetos supuestamente adorables, de mensajes motivacionales de saldo, de emoticonos con los que salimos al paso en relaciones superficiales pero encantadoras. Rodeados de tiendas de regalos para echar la tarde de los sábados, llenas de nada útil pero muy coloridas, como en el Tiffany’s de Truman Capote donde nada malo puedo ocurrir.

Este sentimiento reconfortante, máxima expresión del consumismo, intenta calmar la ansiedad generalizada por alcanzar los estándares de felicidad que alguien ha establecido. Y la mostramos públicamente bajo un aspecto infantilizado, con filtros de gatos o de lo que toque. Todo suave, dulce e indoloro, escapando de un mundo amenazante, bronco y polarizado. La evasión del mundo real como solución temporal a los problemas, de espaldas al poder. El triunfo del escapismo individualista frente a la implicación colectiva que era el anti poder en la década de los sesenta y setenta.

El filósofo Simon May en su libro 'El poder de lo cuqui' busca explicación sociológica a lo que parece una moda del momento, pero es uno más de los mecanismos del poder para aquietar el miedo que nos provoca la transformación constante del mundo. La realidad es fea, igual que Agustín García Calvo nos recordaba que la mayoría somos feos, y lo cuqui es un antídoto y una forma de control cuando la incerteza y el malestar nos arrastra.

Los ultras han sido los más hábiles políticamente en constatar y aprovecharse de nuestro desvalimiento frente al cambio, y no solo se mueven en la simplificación de los discursos y la búsqueda del enemigo al que culpar de todos los males. La ultraderecha se mueve entre los dos mundos, el de la mano de hierro y el de la estética naif. Mientras señalan públicamente a menores en centros de acogida y tutela estatal como delincuentes, cuelgan fotos con sus hijos en Instagram bailando o decorando la casa. Abascal con su camisa a punto de reventar o sus fotos propias de la portada del 'GQ' es un líder pagado de sí mismo y también un poco naif. Está cómodo en la política cuqui, son amenazantes, pero se pueden imaginar gentiles.

En el caso de Javier Ortega Smith es mucho figurar. Son muy masculinos, pero al mismo tiempo tienen algún elemento de feminidad, y lo mismo con las mujeres. Rocío Monasterio, o la imperturbabilidad frente a la barbarie, la sonrisa permanente impávida frente a la desgracia de los extranjeros pobres y la madre Julie Andrews en Instagram. La mercadotecnia es el nuevo poder, escapémonos.