De todas las historias de la Historia, la más triste sin duda es la de España porque termina mal, escribió Gil de Biedma. Si al poeta le hubiese dado la vida un poco más de tiempo, probablemente habría cambiado a España por Radiotelevisión Española, y habría dado en el clavo definitivamente. Si hay una historia que de forma invariable termina mal, desde hace casi setenta años, esa es la de la Radiotelevisión pública española. Seguida, eso sí, muy de cerca por casi todas las radiotelevisiones autonómicas, en dura competencia por ver cuál de ellas tropieza más veces en la misma piedra de la manipulación partidista y de la puesta a las órdenes del partido que manda en su ámbito.

Por vocación y devoción, además de por obligación (fui el primer presidente del Consejo Asesor de RTVE en Aragón), siempre me he interesado por conocer a fondo los entresijos de la tele pública y por eso me atrevo a exponer aquí mi opinión, evidentemente subjetiva, sobre lo que pasa ahora con ella. Es verdad que la pobre RTVE vino al mundo en mal momento, rodeada por los jerarcas de aquel régimen que duró 40 años. En aquella época, el feroz control político que sufría la recién nacida televisión no desentonaba en absoluto con el que ejercía la Dictadura sobre el resto de los medios. Pero, acabado aquel siniestro paréntesis de nuestra historia y recuperadas las libertades, los españoles empezamos a disponer de periódicos e informativos radiofónicos que gozaban de un grado de libertad similar al de cualquier otro país democrático.

No así de una radiotelevisión pública equiparable a las europeas.

El primer (y tímido) intento de liberar a RTVE de sus ataduras corrió a cargo de Adolfo Suárez, hacia 1980, y lo puso en marcha Fernando Castedo como director general. Duró poco. Menos duró incluso la jefatura de informativos de Iñaki Gabilondo. Dentro del partido gobernante, la UCD, muchos sentían nostalgia de la antigua y complaciente TVE y, tras el intento golpista del 23-F, Castedo saltó por los aires y fue sustituido por un veterano político del Régimen, Carlos Robles Piquer, cuñado de Manuel Fraga. Y se acabaron las alegrías. Tuvo que deshacerse la UCD como un azucarillo en agua para volver a disfrutar de unos meses de libertad provisional. Tan provisional como la presidencia de Calvo Sotelo, con Eugenio Nasarre a los mandos.

La victoria de Felipe González en 1982, mejoró algo los aires de libertad en Prado del Rey. La radiotelevisión pública fue responsabilidad de Alfonso Guerra, que nombró José María Calviño. Debo decir que, por aquel entonces, era miembro del comité federal y que, al menos yo, ni teníamos preparación ni criterio así que no me pareció tan mal. Y, por comparación con la época de Robles Piquer, la cosa tenía un pase. Pero solo por comparación. Los telediarios de Calviño eran la voz del gobierno. Las acusaciones de manipulación se hicieron constantes.

Después de su segunda victoria electoral, en 1986, Felipe González intentó sacar a TVE de la jaula del guerrismo y se encomendó a una amiga personal, realizadora de TVE, directora de cine e insobornablemente independiente. Pilar Miró.

La de Pilar Miró fue una nueva y efímera primavera de libertad para la TV pública. Duró lo que tardaron sus enemigos en complicarla en un confuso episodio que, al final se quedó en lo que era: una fruslería sin importancia. La sustituyeron, sucesivamente, Luis Solana y Jordi García Candau, dos hombres de confianza. Con María Antonia Iglesias al mando de los informativos, las aguas volvieron a su cauce y Moncloa a controlar el invento.

Sobre la etapa de Aznar como presidente más vale no gastar mucho espacio. Baste decir que los anteriores episodios de manipulación se quedaron en inocentes juegos de niños al lado de los que perpetraron personajes como Sáenz de Buruaga o Alfredo Urdaci.

Aznar no solo dejó bajo mínimos la credibilidad de RTVE, sino que dejó sus arcas criando telarañas y una deuda que alcanzaba el billón de las antiguas pesetas. Asumir esa deuda, aplicar un ERE que hiciese viable a la Corporación y reformar su Estatuto para garantizar la independencia corrió a cargo de José Luis Rodríguez Zapatero. El acierto fue rotundo y, bajo la presidencia de Luis Fernández y la dirección de informativos de Fran Llorente, los telediarios recuperaron el prestigio.

Pero la historia volvió a acabar mal. Mariano Rajoy vio innecesario pactar con otros para dar marcha atrás a las conquistas alcanzadas en la etapa anterior y de su dedo brotaron, una vez más, las decisiones. Culminadas con esta última etapa, la de José Antonio Sánchez, en la que tal vez se hayan superado todos los despropósitos anteriores en materia de manipulación informativa y sumisión al poder.

A tal grado que los profesionales de RTVE iniciaron una serie de protestas que parecían alcanzar su objetivo tras la moción de censura que descabalgó a Rajoy. Lo sucedido desde entonces, el cambio de cromos entre Pedro Sánchez y Pablo Iglesias, lo desacertado de las formas con las que el líder de Podemos alardeó de designar al nuevo presidente, y la selección de profesionales ajenos al mundo de la empresa audiovisual, pero de probadas coincidencias ideológicas, ha desembocado en un auténtico sainete en el que apenas queda clara una cosa: que nadie quiere renunciar al control de la radiotelevisión.

¿Sería mucho pedir que, por una vez, la historia de RTVE acabe bien? Yo me encomiendo a mi natural optimismo y espero que esta nueva etapa política alumbre de una vez una TV pública independiente y profesional. Ojalá. H *Exdiputado socialista