Todas las ceremonias son simbólicas y, tras los ritos, esconden una determinada manera de contemplar la realidad. Las que protagoniza el Estado son especialmente destacadas en ese sentido, puesto que definen, a través del protocolo, la posición del mismo en el mundo y su propia idiosincrasia. Por eso conviene destacar dos elementos esenciales en el funeral de Estado que ayer se llevó a cabo en el Palacio Real de Madrid en homenaje póstumo a las más de 28.000 víctimas del coronavirus en España. El primero, la aconfesionalidad y sobriedad del acto. Más allá de ceremonias religiosas como la que organizó hace unos días la Conferencia Episcopal, el Estado debe mostrarse desde la más absoluta neutralidad ideológica y, además, debe hacerlo sin aspavientos patrióticos ni conmemoraciones excesivas, con un recogimiento extremo y también con sensibilidad hacia el conjunto de toda la ciudadanía. El segundo elemento significativo es que el funeral no solo fue una sensible evocación de los fallecidos, sino una reivindicación efectiva de todos aquellos trabajadores de áreas esenciales que vivieron (y padecieron) en primera línea los momentos más críticos de la pandemia. Los sanitarios, por supuesto, pero también quienes trabajaron en las farmacias, en el abastecimiento, en los supermercados, los miembros de las fuerzas de seguridad, los servicios básicos.

El funeral fue asimismo una muestra de unidad. Siguen en el panorama político asuntos pendientes de gran calado, desde el futuro de la monarquía hasta el conflicto catalán, pasando por las críticas que ha recibido el Ejecutivo por la gestión de la pandemia. Pero ante un acto de estas características, convenía exhibir esta comunión de intereses que el mismo rey Felipe VI basó en «el respeto y el entendimiento». Con la salvedad innoble de Vox, el resto de formaciones políticas, la totalidad de los presidentes autonómicos (también el de la Generalitat, Quim Torra ), la más alta representación de las instituciones europeas y de la Organización Mundial de la Salud y delegaciones de las religiones mayoritarias asistieron a una ceremonia en la que se honraba la memoria como un deber cívico y ético. «Una despedida simbólica», como dijo el hermano de José María Fernández Calleja , periodista fallecido en estos meses.

En su intervención, la enfermera Aroa López, jefa de Urgencias del Hospital Vall d’Hebron, pidió que no se olvide una lección tan dura, sobre todo para quienes fueron «mensajeros del último adiós» y tuvieron que «tragarse las lágrimas». Defender la sanidad pública y abogar por la dignidad de unos profesionales que han vivido al límite implica también permanecer alerta ante los nuevos rebrotes que tanta inquietud provocan. Que lo vivido no caiga en saco roto y que la unidad de acción signifique no bajar la guardia. . Debemos procurar que aquel aplauso cotidiano de las ocho de la tarde se extienda a la máxima de responsabilidad de todos en estos días aún inciertos.