Leo en la prensa que el alcalde de la bella Oporto --¡cómo han mejorado, por cierto, durante los últimos años las ciudades portuguesas!-- ha propuesto, en declaraciones a la Agencia Efe, una «unión política ibérica».

«Hablamos un idioma que no es el mismo, pero que entendemos; tenemos un espacio iberoamericano esencial para ambos países; falta hacer el trabajo de construir el Iberolux», como ha decidido bautizar el alcalde la unión que propugna para nuestra península.

Es una idea que tiene ya varios siglos y rondó mentes preclaras como las de Pessoa, Ortega, Unamuno o Saramago, que hasta ahora no ha cuajado, pero que podría en realidad verse facilitada por la pertenencia de ambos países a la Unión Europea.

Hasta ahora ha habido siempre, en lugar de la necesaria empatía, solo altanería y estúpido desprecio, por un lado, y envidia y desconfianza, por otro. «De Espanha, nem bon vento nem bon casamento» («De España, ni buen viento ni buen casamiento»), reza un popular refrán de nuestros vecinos ibéricos.

Tal propuesta, que requeriría, es cierto, cambiar la forma política de nuestro Estado, podría ayudar a superar el interminable, y cada vez más enquistado, conflicto catalán y contribuiría de paso a limar otras aristas entre el centro y la periferia.

España es, pese a su innegable realidad autonómica, un país donde el centro --Madrid-- tiene una influencia política y un poder de atracción económica que desequilibran en muchos aspectos al resto.

Es un hecho que ilustra, por ejemplo, una noticia que uno ha podido leer el mismo día y en el mismo periódico y que tiene que ver también con eso que se ha dado en llamar la España vacía.

«Madrid se queda con el talento de la España vacía. La mayoría de provincias pierden universitarios por las fugas a la capital en busca de trabajo», rezaba el titular del periódico que informaba de ese fenómeno.

Según una investigación del Centro de Estudios Demográficos, vinculado a la universidad autónoma de la capital catalana, los jóvenes con formación universitaria se concentran en las grandes ciudades, sobre todo Madrid y Barcelona. Y es lógico pues son las que ofrecen más oportunidades de trabajo de todo tipo.Uno tiene, por ejemplo, en Madrid amigos nacidos en Zamora, en León, Soria o Salamanca, que confirman ese fenómeno. Muchos de sus compañeros de estudios hace tiempo que abandonaron, como ellos, sus ciudades de origen.

¿Por qué no se reparten entre distintas ciudades, como ocurre por ejemplo en Alemania, algunas de las instituciones del Estado que están hoy concentradas en la capital?

El centralismo se refleja también, como es de sobra sabido, en las infraestructuras. Parece increíble, pero uno tarda casi lo mismo en llegar por tren a Madrid desde Málaga que a otra ciudad andaluza, muchísimo más próxima, como es Cádiz.

Y tiene un indudable impacto en los medios: así, los periódicos que más cuentan en la vida política del país son los de Madrid, en su mayoría prensa claramente conservadora. Lo cual influye sin duda en la visión que allí se tiene de los conflictos con la periferia.

En Alemania, los diarios más influyentes no se editan siquiera en la capital política del país, Berlín, sino en otras ciudades como Frankfurt (el Frankfurter Allgemeine Zeitung), Múnich (Süddeutsche Zeitung) o Hamburgo (los semanarios Der Spiegel y Die Zeit). Y algo similar ocurre con la televisión.

No estaría mal en cualquier caso que cuajara un día la propuesta lanzada por el alcalde de Oporto, el independiente Rui Moreira, aunque de momento parezca una quimera. Cualquiera que fuera el nombre de esa ideal unión ibérica, creo que las generaciones futuras saldrían ganando.

*Periodista