Hoy en día, el nivel de excelencia de una universidad depende de la calidad de sus programas de investigación. Estoy de acuerdo con el profesor Latorre cuando afirma que solo el que personalmente investiga puede enseñar esencialmente; el docente universitario que no investiga solo puede transmitir lo fijo, ordenado didácticamente (Universidad y sociedad, 1964). ¿Quiere ello decir que la docencia es una misión secundaria de la universidad? Por supuesto que no. Si se estudia la historia de las universidades a partir del siglo XVIII (el denominado siglo de las luces) se comprueba que todos los analistas, independientemente de su ideología, están de acuerdo en admitir que no es posible entender el fin de la universidad sin la coexistencia de ambas misiones.

En cambio, la unanimidad desaparece cuando se trata de dilucidar el peso que debe tener la investigación científica o la tecnológica, que es lo mismo que debatir si la universidad debe estar al servicio del saber considerado en sí mismo, o al servicio de las necesidades del desarrollo de la sociedad. La base de esta polémica surgió en el inicio del siglo XIX, cuando la Universidad de Oxford reformó su sistema de exámenes y por primera vez exigió a los candidatos al grado de bachelor of arts superar una prueba de Matemáticas y otra de Física, además de las clásicas de Religión, Lengua y Cultura clásica. Desde entonces hasta hoy, la polémica entre quienes defienden que en la universidad debe predominar la investigación científica pura y quienes se inclinan por la investigación tecnológica ha sido una constante. Personalmente, creo que en los momentos históricos más o menos normalizados debe existir un cierto equilibrio entre los dos tipos de investigación. En cambio, en los momentos excepcionales como el que estamos pasando ahora debido a la pandemia que padecemos, debe prevalecer la investigación aplicada y el desarrollo tecnológico, puestos al servicio de la necesidad más perentoria: analizar a fondo el tristemente famoso coronavirus y encontrar un remedio lo más rápido posible. Tal y como defendía Bertrand Russell en sus Ensayos sobre educación (edición española: 1967), en momentos de crisis sociales las universidades deben convertirse en centros de investigación aplicada al servicio de las necesidades más perentorias de la humanidad.

Es obvio que resulta muy difícil ponerse de acuerdo a la hora de dilucidar cuáles son las necesidades más perentorias de la humanidad, ya que ello depende de la ideología de cada cual. No sé ustedes lo que pensarán al respecto, pero yo tengo bastante claro que en la calamitosa situación sanitaria en que se encuentra hoy nuestro país, es lógico que se haya suspendido la docencia universitaria por el enorme peligro de contagio y de propagación del virus que conlleva dicha actividad, pero en cambio todos los equipos de investigación y los laboratorios deberían estar trabajando a tope, al servicio exclusivo de las necesidades más perentorias que en este momento tiene nuestro país: detener la propagación del virus, encontrar un remedio exitoso y rápido para la curación de los infectados, fabricar equipos de protección individual y aparatos tecnológicos de tipo terapéutico, analizar la estructura genómica del virus, estudiar cómo se ha extendido la pandemia a nivel universal para poder hacer predicciones científicas acerca de su evolución, evaluar la calidad de los materiales comprados o donados, analizar las muestras diagnósticas y ofrecer resultados fiables al personal sanitario en el menor tiempo posible, etc., etc.

Tiempo valioso

Todos sabemos que, por desgracia, no hay ninguna universidad española que se encuentre en los primeros niveles de excelencia a nivel mundial, pero también es cierto que en algunos departamentos universitarios trabajan los investigadores más reputados a escala planetaria y tecnólogos muy rigurosos, como asimismo se dispone de maquinaria y de laboratorios muy potentes. Por ello, no entiendo cuáles son los motivos por los que el Gobierno español, en lugar de cerrar las universidades, no ha puesto a trabajar al servicio de la más imperiosa necesidad que hoy tiene nuestra sociedad a todo ese inmenso y magnífico potencial humano y material. Es cierto que una buena parte de esos investigadores y tecnólogos siguen trabajando desde sus domicilios particulares, pero creo que no hay que ser muy expertos para saber que los laboratorios y las máquinas solo pueden manejarse en los respectivos centros de trabajo. Y mucho menos entiendo que el Gobierno haya centralizado la logística, la homologación de los materiales, o la validación de las pruebas diagnósticas, en lugar de conceder esas prerrogativas a los centros universitarios, no solo porque esa centralización hace que se pierda un tiempo muy valioso, sino también porque inexplicablemente ha expulsado del partido a los jugadores que más pueden aportar en esta batalla, junto con el personal sanitario. ¿Es que el Gobierno desconfía del rigor científico y de la honestidad de los investigadores universitarios, o es que lo que ha pretendido es imitar los modelos centralizados e ineficaces de los regímenes comunistas?