Como consecuencia del artículo que publiqué el 5 de marzo, relativo a las tasas académicas universitarias, recibí bastantes comentarios de colegas, en los que me hacían ver que los distintos modelos de financiación de las universidades solo adquieren sentido cuando se sabe a qué tipo de universidades nos estamos refiriendo. Por eso, me ha parecido conveniente dedicar este artículo a ese tema. Antes de continuar, me parece fundamental dejar constancia de que todos los expertos que han estudiado a fondo esta problemática coinciden en afirmar que la finalidad de la universidad, en tanto que perteneciente al sistema educativo nacional, siempre ha sido servir al desarrollo social diseñado por los grupos económicos e ideológicos que controlan las sociedades en cada momento histórico. Por supuesto, siempre ha habido, y hay, intelectuales que han pretendido que las universidades tengan un fin menos conservador, pero sus efectos han sido siempre muy limitados.

Antes de la revolución francesa, las universidades eran unas instituciones dedicadas a la transmisión de un saber cultural, siempre transido por la ideología confesional de las distintas religiones, cuyos destinatarios eran los jóvenes pertenecientes a las élites sociales. Un ejemplo de que ello era así lo dejó muy claro Jovellanos, cuando a finales del siglo XVIII afirmó que era imposible modernizar las universidades españolas, ya que mientras en las aulas universitarias extranjeras progresaban la Física, la Anatomía, la Botánica, la Geografía y la Historia natural, en las aulas españolas se seguía debatiendo si el ente es unívoco o análogo y los rectores se oponían a introducir la física newtoniana en los currículos universitarios. El político y economista Cabarrús fue más radical y llamó a las universidades españolas de finales del XVIII «las cloacas de la humanidad». Por ese motivo, ambos intelectuales optaron por crear una red de academias, dependientes directamente de las Sociedades Económicas de Amigos del País, dedicadas al estudio, la investigación y la difusión de las ciencias experimentales.

Esa discusión acerca del fin de la universidad se hizo más virulenta con la llegada de la revolución industrial a mediados del siglo XIX y la solución salomónica consistió en dividir la universidad en dos mitades. Por una parte, las facultades dedicadas al estudio de las Humanidades y de las Ciencias sociales. Por otra, las facultades dedicadas al estudio de las Ciencias experimentales y de la Tecnología. Hubo algunos intelectuales que optaron por una solución intermedia, como fue el caso de Ortega y Gasset, quien para evitar las nefastas consecuencias que esa dicotomía traería consigo, propuso la creación de una Facultad de Cultura por la que tendrían que pasar todos los estudiantes universitarios en el primer ciclo y cuyo currículo formativo debería estructurarse en torno a estos ámbitos: imagen física del mundo, fundamentos de la vida orgánica, proceso histórico de la especie humana, estructura y funcionamiento de la vida social, y análisis del universo medioambiental. Una alternativa de ese tipo, actualizada a las necesidades actuales, podría ser una buena opción para mejorar la formación de los estudiantes de los actuales grados universitarios.

Hoy en día, no solo continúa vigente esa división dicotómica, sino que el enorme peso que tienen las multinacionales en la financiación de las universidades y el desaforado afán controlador de los gobiernos han convertido a estas instituciones en una especie de factorías tayloristas dependientes del Estado o de grandes corporaciones privadas, cuyo objetivo fundamental consiste en la formación de los profesionales que demanda la industria privada y la burocracia gubernamental. En ese contexto utilitarista de los estudios universitarios, muy pronto los ideólogos de los partidos políticos hegemónicos se percataron de que el modo más aparentemente neutro de lograr esos objetivos es a través de la creación de agencias evaluadoras, controladas y dirigidas por los mandamases de la educación. Como afirma López Corredoira (2021), investigador titular en el Instituto de Astrofísica de Canarias, el surgimiento y desarrollo inflacionario de esas agencias tecnocráticas hace que la vida universitaria se desenvuelva en un clima cada vez más angosto de mediatizaciones burocráticas, que dejan de lado la calidad intrínseca del trabajo realizado y priman en cambio requisitos meramente formales. Según Arana (2003), catedrático de la Universidad de Sevilla, todo ello solo sirve para aumentar desproporcionadamente el trabajo administrativo y favorecer a los expertos en tejemanejes burocráticos y en el acceso a las revistas consideradas de alto impacto por parte de otros evaluadores más sofisticados. En esa carrera de obstáculos, la cantidad de publicaciones cuenta más que la calidad de las mismas.

No dispongo de espacio para entrar a analizar la ideología que subyace a ese planteamiento utilitarista de la universidad. Solo me limitaré a hacer constar que, a mi modo de ver, el modelo utilitarista universitario es el producto más sofisticado que han parido los ideólogos del capitalismo avanzado para lograr disponer de una mano de obra especializada, pagada por todos los contribuyentes, que satisfaga las necesidades de las multinacionales y de la burocracia gubernamental. A su vez, es el medio más idóneo para formar a los burócratas que los modernos estados requieren, para controlar el currículum competencial y la carrera del profesorado universitario, dejando a la universidad sin ninguna autonomía, aunque el discurso oficial diga lo contrario. Obviamente, este modelo de universidad no ha surgido por casualidad, sino porque quienes gobiernan el mundo saben que el mejor medio para que nadie cuestione los nuevos dogmas de la cultura posmoderna es formando unos profesionales alienados por la especialización y con escasas inquietudes para el compromiso y la crítica social.