Uno de los dos, Mariano Rajoy o José Luis Rodríguez Zapatero, será presidente. Además de esa gran cuestión, en las generales del próximo domingo se dirimirán asuntos de trascendencia focal como la subida de Esquerra, la respuesta en las urnas al Plan Hidrológico, los niveles de pervivencia de Izquierda Unida o la salud del nacionalismo vasco, pero la gran batalla, la lucha por la conquista de La Moncloa, es cosa de dos.

Que son, por cierto muy distintos entre sí, aunque tal vez, quién sabe, complementarios hasta cierto punto en un futuro ahora mismo incierto.

Rajoy es un buen candidato. El mejor, con diferencia, de los tres que barajaba Aznar. Cuenta con una sólida formación jurídica e institucional, y con un bagaje nada desdeñable al frente de las administraciones públicas. Ha ocupado, entre otros cargos en apariencia incompatibles, los ministerios de Cultura y de Interior, sin que pueda decirse que en ninguna de esas disciplinas le haya acompañado el fracaso. Tiene a su favor un talante negociador, distante y próximo al mismo tiempo, y un espíritu democrático bastante más abierto que el de la vieja guardia del PP. En su verbo, hasta el momento, no han aflorado las actitudes cuarteleras de otros líderes populares. Tampoco la prepotencia, el desprecio, la soberbia. Es un notable orador, aunque no despierte grandes entusiasmos, y un administrador puntilloso.

Me gustaría pensar que, de alzarse con la presidencia, este cortés gallego emprendería la demolición de las lacras que arrastra su partido, y renovaría la defensa de la libertad de expresión, del respeto al medio ambiente, y de una mayor consideración hacia los mecanismos internacionales de paz. Herederá un país maduro, que sabrá apreciar dichos gestos en la misma medida que repudia la imposición de la simple razón caprichosa, o la fuerza de las armas.

Frente a él, en su hora grande, un Rodríguez Zapatero que está haciendo una campaña notable, con toques de modernidad adornados con una cierta y casi olvidada frescura. ZP no ha conseguido renovar el partido, hallándose en ese capítulo tan en blanco como su directo opositor, pero la conquista del poder le otorgaría una autoridad muy distinta, facilitando la instalación de su autoridad interna y abriendo su gobierno a una partipación de los nacionalismos periféricos, parte de cuya ideología se disolvería inevitablemente a modo de un tratamiento anestésico entre las tensiones del gobierno central y la España de las autonomías.

Juega Zapatero con la ventaja de su juventud, con una completa instrucción política y con una imagen no contaminada por la corrupción. Se muestra, a veces, blando, casi tierno, pero ese factor también puede despertar simpatías, proximidades, complicidades, y la esperanza de un gobierno menos burocrático, más sensible hacia las nuevas problemáticas sociales, la educación, la sanidad, el medio ambiente, la emigración, la igualdad de sexos, la dignidad laboral, otra orientación en nuestras políticas internacionales.

Uno de los dos será presidente. Ninguno, hace unos pocos años, podía soñarlo. Ojalá que, quien gane, siga siendo de carne y hueso.

*Escritor y periodista