El escándalo de la corrupción en nuestro país parece responder a la máxima circense del "más difícil todavía". Cuando creías que la noticia del día anterior resultaba insuperable, aparece otra que la convierte, casi, en una minucia. No hay duda de que la corrupción es un fenómeno generalizado que corroe todos los ámbitos ciudadanos: desde la empresa a la política, pasando por el deporte, el ejército, la iglesia o la justicia. Atajarla exige un diagnóstico preciso de sus causas y procesos con el objetivo, si no de acabar con ella, cosa imposible, sí convertirla en una anécdota sobre la que recaiga todo el peso de la ley.

EN PRIMER lugar hay que alejarse de estas simplezas antropológicas, propias de filosofías idealistas que poco tienen que ver con la realidad, que dicen que los seres humanos somos corruptos (o buenos, o malos) por naturaleza. No hay una naturaleza humana abstracta, somos, como diría Ortega, hijos de nuestras circunstancias, y las pruebas muestran que hay gente corrupta y gente que no, como la hay solidaria y egoísta, optimista y pesimista. Lo que sí habitamos es un sistema extremadamente corruptor que facilita la corruptibilidad de las personas. Cuando en los ámbitos de poder, y me refiero a todos, la corrupción es algo generalizado, hace falta mucha decisión y mucha claridad de ideas para enfrentarse a ella o, cuando menos, no sucumbir a los cantos de sirena.

ES DECIR, y en segundo lugar, hay que intervenir especialmente sobre el sistema que alimenta la corrupción. Existe una alianza implícita entre las élites económicas, políticas y sociales del país, eso a lo que algunos denominan casta, que hace que los favores y apoyos se entrecrucen para evitar que, en el fondo, nada cambie y así favorecer que el poder continúe en las mismas manos. La Transición no fue, en realidad, más que el diseño de este sistema. Las élites del franquismo, sin depuración alguna, pasaron a ser las élites de la democracia y cooptaron a quienes pudieron, en un determinado momento, me refiero al PSOE, claro está, intentar desmontar el tinglado. Como dice Marx, un sistema no solo produce, sino que se reproduce; es decir, que las estructuras que lo sustentan (partidos sistémicos, organizaciones empresariales, sistema judicial) se aplican a generar las condiciones de su perpetuación. En resumidas cuentas, que hace falta mucha ingenuidad para esperar soluciones de quienes alimentan el problema.

Ahora bien, creo que debemos evitar que la desconfianza se generalice. Del mismo modo que está de moda una nueva topología política que habla de los de arriba y los de abajo, es preciso entender que hay una barrera que separa a los honrados de los corruptos. Una barrera, efectivamente, permeable, especialmente en una dirección, pero no cabe duda de que hay muchísima gente honrada que quiere una sociedad justa y limpia. La transversalidad política que estamos construyendo parte de la alianza de gente honrada que entiende que es preciso extirpar el mal como único modo de evitar contagios. No solo hace falta una salud de hierro, hace falta un medio no contaminante.

Necesitamos, urgentemente, una alianza de la gente honrada. Una gente honrada que puede tener ubicaciones ideológicas diferentes, pero que, por su honradez, entiende que esta atmósfera no es respirable. No hagamos política de trazo grueso. El carácter sistémico del PSOE no incapacita para un nuevo proyecto a mucha gente honrada de ese ámbito, lo mismo que el carácter corrupto de sujetos execrables como Moral Santín no convierte, de ningún modo, a Izquierda Unida en una organización corrupta. Los contraejemplos, empezando por Anguita, son innumerables. Digo esto porque pululan por ahí personajes empeñados, desde un nuevo sectarismo, en expedir credenciales de pureza para procesos políticos que creen suyos. En este proceso se trata, simplemente, de ver qué no queremos y de construir, conjuntamente, lo que queremos. Y de hacerlo y ejecutarlo con honradez.

Profesor de Filosofía. Universidad de Zaragoza