Cada año desde hace ya treinta y siete, cuando llegan estas fechas, mi memoria vuela de forma inevitable hasta la Carrera de San Jerónimo, en Madrid. Hasta el hemiciclo del Congreso de los Diputados, que todavía guarda en su techumbre treinta y cinco cicatrices, treinta y cinco honorables recuerdos de las balas que aquel día aciago intentaron robarnos la libertad de todos. Y quién sabe qué más intentaron quitarnos, quizás la vida a más de uno. Como ya he contado en alguna ocasión, aún guardo una esquirla caída sobre mí desde el techo, acaso para convencerme de que no fue una pesadilla.

La fecha, el 23 F, todavía se recuerda de forma cansina en los telediarios, y se publican artículos dando una nueva vuelta de tuerca a lo ya sabido (para quien aún no lo haya leído, recomiendo el libro de Javier Cercas, Anatomía de un instante). Para mí la memoria ha empezado a hacer su labor selectiva y lo más desagradable de aquella triste tarde, y de la triste noche que la siguió, ya lo recuerdo solo en un segundo plano. En segundo plano quedan también la tristeza y la preocupación que vinieron después, y el miedo por la suerte que pudieran correr los dirigentes que fueron sacados a la fuerza del hemiciclo, y el temor a que verdaderamente este país fuese víctima de una extraña maldición que le negaba una solución pacífica.

También han quedado al fondo de la memoria los improbables y descabellados planes de fuga que llegué a concebir en medio de aquel sindiós. Ahora, cuando vuelvo a recordar aquellas larguísimas horas que corrieron sobre nosotros como si fueran segundos, lo primero que me viene a la memoria es que pensaba en el futuro. En el mío y en el de mi familia, sí, y también en el de mis compañeros y mis amigos. Pero sobre todo pensaba en el futuro de mi país, y veía un futuro más prometedor que nunca. En el peor trance, en el peor momento, confiaba en el futuro.

Si durante aquellas amargas horas llegué a dudar de que el país pudiese hallar una solución pacífica para avanzar, las dudas se disiparon cuando, al día siguiente de aquella odisea, aterrizamos en el aeropuerto de Zaragoza . Entonces fue cuando sentí sobre mis modestas espaldas el peso de una enorme responsabilidad, la de sentir que se había cerrado con más fuerza que nunca el lazo de unión y entendimiento que me ligaba a tantos miles de ciudadanos que me pusieron en el escaño con su voto. Incluso con los que no votaron a mis siglas. El lazo que me unía con esos hombres y mujeres a los que, a falta de mejor expresión, llamaré el pueblo español. Ese pueblo español al que pertenezco, al que pertenecía, y al que me honraba en representar. Porque esa es la clave.

La clave reside en que los que gritaban nuestros nombres en el aeropuerto, al bajar del avión, no le daban ánimos a Antonio Piazuelo, al amigo, al familiar, al com-pañero de UGT o del PSOE. Los ánimos iban dirigidos a los diputados, o a las diputa-das, a los hombres y mujeres que les representábamos y que, por eso precisamente, habíamos corrido un riesgo. Los hombres y mujeres que habíamos sido elegidos para llevar las voluntades, los deseos, las esperanzas, los problemas y las ilusiones de nuestros representados hasta los lugares donde se toman las decisiones. Y ese, solo ese, era el lazo que me unía a ellos y a ellos conmigo. Imposible imaginar algo que una con más fuerza.

Pues bien, ese era el saludabilísimo estado que mostraba entonces en España lo que conocemos como Democracia Representativa, por contraposición a otras democracias que nunca fueron tales (Orgánica, Popular, Directa, Asamblearia…). El sistema político que ha dado los mejores frutos en la Historia de la Humanidad a los países que han tenido la fortuna de aplicarlo. ¿Cómo se encuentra hoy el paciente? Pues, desde luego, mucho peor que entonces.

Desde que, en mayo de 2011, las plazas de muchas ciudades españolas se llenaron de jóvenes (y no tan jóvenes) que gritaban a los dirigentes políticos un slogan tan sencillo como demoledor (No nos representan) la Democracia Representativa se encuentra en crisis, en una gravísima crisis, y no solo en España. Con algunas dife-rencias, me atrevo a decir que la crisis se extiende a toda Europa e incluso ha saltado el charco. Fenómenos como el Brexit o la victoria electoral de Trump así lo demuestran. ¿Qué ha pasado para que así sea y qué se puede hacer para recuperar las inmensas potencialidades de un sistema político que, repito, ha demostrado con creces ser el mejor de los que la Humanidad ha concebido y aplicado?

Como en todos los procesos sociales de envergadura, y la crisis de la Democracia Representativa lo es, no hay una sola causa y más bien son la confluencia de errores propios, ataques de sus enemigos y miles de circunstancias imposibles de evaluar antes de que se noten sus efectos. Quedémonos al menos con tres fenómenos sobre los que convendría reflexionar.

El primero no es precisamente un fenómeno negativo en sí. Parece claro que el ciudadano ya no se conforma con el papel pasivo que le otorgaba el sistema: deposite aquí su voto cada equis tiempo y dé un paso atrás mientras actúan aquellos a quienes usted ha elegido. Ya tendrá tiempo, cuando vuelva a votar, de mostrarles su aprobación o su desaprobación. Pues bien, el ciudadano ya no confía en que sus representantes defiendan adecuadamente sus intereses y más bien percibe que defienden los de otros poderes fácticos. Esta percepción anima a la gente para reclamar un control más directo sobre los actos de sus representantes. Lo que, ya digo, no tiene por qué ser obligatoriamente malo, pero nadie ha dado con la fórmula adecuada de ejercerlo.

Otra percepción del ciudadano es que la calidad de sus políticos ha sufrido un bajón notable. Ya no son aquellos hombres y mujeres que aparcaban durante un tiempo su actividad profesional (en la que solían destacar) para representar a sus conciudadanos, sino que se han profesionalizado, han llegado a la política para vivir de ella y quedarse en ella. Un modus vivendi como otro cualquiera, en el que la mediocridad es la norma y no es lo que los ciudadanos reclaman de sus representantes. Esto genera falta de confianza en ellos, se exige controlarlos más de cerca, más poder para los ciudadanos y algo menos para los políticos. Súmenle a todo ello la más penosa de todas estas percepciones, la de la corrupción generalizada, la del saqueo de los fondos públicos para desviarlos hacia los partidos y hacia bolsillos privados que mantienen privilegiadas relaciones con el poder político, y tendrán un panorama desolador. Sencillamente desolador.

No es extraño, pues, que haya cada vez más voces que reclaman una democracia directa, asamblearia, en la que sean los ciudadanos, sin intermediarios ni representantes, quienes decidan lo que se debe hacer en cada momento. Alertemos también del peligro: la línea que ha separado históricamente esa democracia directa de la tiranía es extremadamente delgada y fácil de traspasar.

Ni soy yo el que tiene la solución ni es este el lugar donde exponerla, pero es urgente empezar a pensar en ello. Nos estamos jugando demasiado para fiarlo a experimentos de efectos desconocidos o a otros cuyos efectos, por desgracia, nos resultan demasiado familiares. Reconozco que estoy mas pesimista que hace 37 años pero...

Gramsci: «Al pesimismo de la inteligencia hay que oponer el optimismo de la voluntad».

*Diputado constituyente