Cuando las puertas de las aulas se cierran durante la larga pausa estival, tanto los estudiantes afortunados que han obtenido el merecido premio a sus desvelos como aquellos que han cosechado ese naufragio tantas veces anunciado, tienen necesidad de un descanso, algo más breve para quienes hayan de zanjar en septiembre su deuda pendiente. Pero para unos y otros, un buen libro, ajeno a los textos, puede representar una excelente ayuda, sea para relajarse con unas cuidadas páginas, sea para adquirir sin esfuerzo todo lo que la literatura de calidad brinda. Viajar con la imaginación siempre nos ayuda a caminar por la vida; hacerlo de la mano de un libro es una gran idea.

Calificada con excesiva y precipitada simpleza como género de entretenimiento, la novela negra constituye una magnífica fórmula para seducir a los jóvenes en vacaciones. Juan Bolea nos propone en su última entrega Los viejos seductores siempre mienten una obra festiva, alejada de los sangrientos y sombríos episodios que abundan en el género; una novela policíaca plena de enigmas pendientes de resolver, ambientada en el Pirineo aragonés y donde los personajes han sido recreados con esmero y fascinante originalidad, sin pena de un verosímil realismo del que ni siquiera escapa la intuitiva inspectora Martina de Santo y su certera visión de los hechos. Tampoco faltan rasgos de humanidad en los protagonistas que nos conmueven con sus flaquezas, así como una sensible percepción de la discapacidad por parte del autor, en particular cuando describe las enamoradas ponderaciones de Ana María, la novia invidente de Florián, siempre dispuesta a apoyar a su compañero sentimental, así como a comprender y perdonar sus deslices. En suma, una divertida obra, libre del pesimismo y de la visión negativa de la sociedad, tan prevalentes en la novela negra.

*Escritora