Un accidente en Garoña contaminaría de manera irreversible todo el valle del Ebro. Si el problema alcanzase la dimensión de los que se produjeron en Chernóbil o Fukushima, 85.000 kilómetros cuadrados se verían afectados (incluyendo 100.000 hectáreas de regadío). La población de las localidades vecinas habría de ser desalojada. Son estimaciones del Instituto Meteorológico de Austria, citadas por la Fundación Ecología y Desarrollo (Ecodes) en un comunicado que pretendía alertar a la dormida sociedad aragonesa sobre lo que puede suponer la reapertura de una central nuclear que fue puesta enmarcha hace 45 años, cuya vida operativa está más que superada, pero que el Gobierno se empeña en mantener en marcha otros quince años... o más.

Por supuesto, el politizado Consejo de Seguridad Nuclear (CSN) ha acabado por plegarse a la voluntad gubernamental (solo votó en contra la socialista Cristina Narbona), voluntad que se supone actúa como correa de transmisión de los deseos de las grandes eléctricas. La jugada, sépase, apunta a todo el parque nuclear español (Garoña solo, no interesaría), cuya actividad podría eternizarse con unas mínimas inversiones en seguridad y unos controles y revisiones apenas simbólicos.

Cuando digo que en cualquier país medio normal semejante situación habría echado a la gente a la calle me refiero a Italia, a Austria o a Alemania, donde la presión de la ciudadanía impuso el abandono de la peligrosa energía atómica.

Si reabre, Garoña será la décima nuclear más vieja del mundo (por cierto, comparte tecnología con la de Fukushima). Suponer que en ella se multiplicarán los incidentes (que no han sido pocos desde su inauguración en 1971) es algo más que una presunción.

¿Por qué, sin embargo, Aragón está tan tranquilo? ¿Por qué sus principales instituciones no toman posición al respecto, como ya han hecho otras del valle del Ebro? Quizás nos ocupan demasiado otros asuntos. O tal vez nos hemos resignado a ser juguetes del destino. Quién sabe.