Dicen y proclaman los conservadores madrileños que en su Comunidad (¿Comunidad?) se han sucedido tan estupendos gobiernos (el de Aguirre, el de Ático González, el de Cifuentes), que allí siempre hay superavit fiscal, impuestos bajos y donaciones/sucesiones a precio de saldo. Pero esa no es la verdad, porque si Madrid bate récords de recaudación y presume de eficiencia fiscal es por la simple pero estupenda razón de que ejerce la capitalidad política y administrativa de casi todas las Españas (vascos y navarros se le escapan un poco, pero los demas no).

Hubo un tiempo (lejano) en el que las ciudades castellanas sobornaban a los ministros del Rey para intentar llevarse la capitalidad a casa, y con ella el aparato institucional, los centros de decisión, la sede de las principales entidades del país e incluso los escritores y los artistas.

Ahora, Madrid dispone de un estatus de territorio autónomo, más o menos como el de Aragón, en vez de ser un distrito federal, sometido por mandato constitucional a condiciones especificas para equilibrar con obligaciones adecuadas sus obvios privilegios administrativos y económicos (¿acaso no tributan allí las primeras empresas españolas?). Es lo que sucede con la capital en todas las repúblicas federales. Pero como aquí dispusimos una extraña descentralización asimétrica en la que unos recuperaron o matuvieron sus derechos forales (o sea, fiscales), otros negociaron bilateralmente con el Estado y otros estuvimos a lo que fuera menester, no debe sorprendernos que la capital pudiera quitarse de encima el inmenso y complicado territorio castellano-manchego (que venía a ser lo suyo) y pudiese colar su área metropolitana como una réplica de Murcia, Rioja o cualquier otra comunidad uniprovincial. Genial, sin duda.

Así que ahora Madrid, capital y Corte del Reino, despliega sus inmensos ejércitos de altos funcionarios, banqueros, grandes inversores, bolsistas, periodistas y opinadores de toda condición para explicarnos a los demás qué es y qué no es España. Y muchos tragan.