Pues así, como si nada, hemos cumplido un año de pandemia. Qué idus de marzo aquel en el que estrenamos nuestra primera declaración de estado de alarma chispas. Cuánta perpleja ingenuidad en nuestro miedo de entonces. Quién nos ha visto y quién nos ve. A mí, por ser personal esencial pero más o menos jovenzano, me acaban de poner la primera dosis de la AstraZeneca, y lo único que me he notado es un cansancio monumental hacia el miedo y la desesperanza. Yo ya le he tenido miedo a todo: a coger el virus, a que se contagiaran mis seres queridos, al desplome económico, a permanecer en mi puesto de trabajo, a no permanecer, a las mentiras de los políticos, a que alguna cosa fuese verdad, a vivir encerrada, a salir, a vacunarme y a no hacerlo.

No sé a ustedes, pero a mí no me cabe más. Me entero de que varios países han retirado la vacuna que acaban de enchufarme por producir trombos y no sé qué más desgracias y ya no me quedan ganas ni de ponerme nerviosa. Desde que enterré a mi padre, sufrir de más me da como pereza. Cada uno habrá tenido o tendrá su punto de inflexión. Decía Séneca que el que teme es un esclavo y, desde ese punto de vista, el hartazgo puede tener algo de liberación. Extraña vuelta de tuerca para ver algo positivo en todo esto, pero qué quieren, a mí el positivismo positivo ya no me sale. Solo acierto a decirles: si pueden, vacúnense.

Cuentan los que saben que estamos sufriendo un virus nuevo en una población virgen. Lo que pasó en América con la viruela. Pero al año que viene, si estamos todos vacunados, ya no seremos una población virgen. Dicen que esto va a evolucionar y el virus nunca será tan peligroso como lo está siendo ahora. La pérdida de la virginidad ha costado millones de muertes en el mundo. Ojalá la pérdida del miedo nos salga un poco más barata.