El plan del Real Zaragoza estaba delineado al milímetro. Para que su ejecución fuera completa, la Sociedad Anónima Deportiva (SAD) necesitaba que los resultados acompañaran mínimamente a Raúl Agné hasta el final de la temporada. Nadie esperaba grandes epopeyas del técnico de Mequinenza, todos que al menos sumara lo suficiente para no hacer lo que, al final, el consejo de administración se vio forzado a acometer por obra y gracia del ridículo contra el Sevilla Atlético. La situación llegó a ese extremo en el que no había posibilidad de seguir contemporizando ni transigiendo. Sin vuelta atrás. El plan, del que Natxo González, técnico del Reus, formaba parte principal, se truncó parcialmente hace ahora ocho días. El Real Zaragoza había entrado en barrena y el escenario obligaba a otra medida de choque en plena temporada. Otra destitución, otro nuevo entrenador. El tercero.

Así es cómo se explica que la SAD no tomara la decisión de prescindir de Agné mucho antes, a pesar de que los malos resultados ponían el grito en el cielo y de que su trabajo no daba más de sí. Era hace ya muchas semanas, muchas, muchas, un despido de libro que finalmente el Zaragoza ejecutó a la fuerza.

El estreno de Láinez fue feliz: feliz por su valentía para acometer cambios tácticos en el once inicial con carga de profundidad y riesgo, feliz por su coraje para apostar por Pombo, feliz por rescatar para la causa a jugadores perdidos como Ratón, Isaac, Bedia o Barrera y feliz, especialmente feliz, por el 0-3. Arropado en el sentido común, el equipo jugó una formidable primera parte desde el 0-1. Y una mala segunda mitad, en la que no recibió gol porque la diosa fortuna quiso que el día fuese completamente dichoso y a pesar de otro hundimiento físico. No hay que extraer conclusiones sumarísimas, pero el cambio en el banquillo era imprescindible. De momento, Láinez lleva tres de tres. Su antecesor se fue con 8 de 33. El relevo llegó tarde. Al menos, llegó.