Una mentira nunca vive hasta hacerse vieja, aunque algunas traspasan las generaciones de manera sorprendente. Alrededor de la capacidad de Aragón, y especialmente del Real Zaragoza, para fabricar jugadores de élite siempre se ha levantado un tupido velo de infundadas sospechas. Esto no es algo de ahora, viene de antiguo. La poderosa irrupción de Jorge Pombo, su verticalidad, su descaro, su imponente potencia física, su nivel de juego, su realidad y su expectaviva, han vuelto a desmontar cualquier teoría conspirativa sobre la presunta falta de cualificación de los jugadores nacidos aquí.

En estos años de penitencia en Segunda División, el Real Zaragoza ha desaprovechado la oportunidad de mirar con más cariño y coraje hacia la Ciudad Deportiva. Es en tiempos como los que atravesamos cuando más habría que haberlo hecho. No ha sido así por desconfianza, mala praxis, desconomiento, por extraños reparos y, también, causa mayor, por necesidad de vender el futuro porque el presente ahoga.

Aragón es tierra de futbolistas. Diferentes generaciones han tocado techo en España o lo han acariciado en categorías inferiores: la de Zapater, la de Ander Herrera, la de Vallejo y, ahora, la de Subías, Clemente o Tresaco, que para San Jorge intentará alcanzar el Campeonato de España sub-18 en Zaragoza. En la última década, la comunidad ha producido más jugadores de los que luego han llegado a la cúspide de la pirámide. Quienes lo han logrado ha sido porque su calidad y su talento eran incontenibles (y recelos también soportaron) o porque hubo alguien que fue valiente y tuvo arrojo con ellos. Como Víctor Muñoz con Zapater o Vallejo. O como Láinez ahora con Pombo. Muñoces y Láineces. Más hubieran hecho falta en estos años.