Se ha generado gran polémica por movimiento iconoclasta surgido globalmente tras el asesinato de George Floyd en Minneapolis. En todas partes, los movimientos antirracistas han cuestionado el pasado al atacar monumentos que simbolizan el legado de la esclavitud y el racismo: el general confederado Robert E. Lee en Virginia; Theodore Roosevelt en Nueva York; el rey belga Leopoldo II en Bruselas; Cristóbal Colón en Boston y Virginia; y el traficante de esclavos Edward Colston en Bristol.

Historiadores, políticos y tertulianos se han soliviantado, acusando de barbaros, incultos y desconocedores de la historia a quienes participan de ese movimiento iconoclasta. Se muestran preocupados ya que con ello pudiera perderse una parte de la historia, aunque sea racista; pero conviene recordar que lo que se coloca sobre un pedestal es para rendirle honor o servir de ejemplo de virtudes cívicas a las presentes y próximas generaciones.

Con muy pocas excepciones, estos monumentos carecen de valor artístico alguno; en gran parte fueron fabricados en masa con fines políticos e impuestos como un medio para reafirmar la supremacía blanca y atemorizar a la población afroamericana con posterioridad a la Guerra Civil. Su edificación corresponde a la ideología llamada Causa Perdida (Lost Cause) que muy poderosas organizaciones como United Daughters of the Confederacy (UDC) y United Confederate Veterans (UCV) difundieron por todo el territorio norteamericano. Sus postulados son los siguientes: 1) los confederados derrocharon heroísmo en su esfuerzo de guerra y la derrota se debió exclusivamente a la carencia de recursos militares. 2) Durante los 250 años de esclavitud en el Sur, los blancos habían tratado a los esclavos «gentilmente», «como en familia» y los negros eran «felices y leales a sus dueños». 3) La idílica vida patriarcal en el Sur esclavista era el ideal de vida estadounidense.

Resulta paradójico que todos aquellos que se indignan por esa ola iconoclasta, no mostraron una indignación similar por los episodios de violencia policial, racismo, desigualdad y exclusión sistémica y de momento irreversible contra los que están protestando ahora. Y que esos mismos elogiaron el diluvio iconoclasta de hace unos treinta años, cuando fueron derribadas las estatuas de Marx, Engels, Lenin y Stalin tras la desintegración del socialismo real en la Europa Central y del Este. Convivir con estas esculturas les resultaba intolerable, y sin embargo, las de generales confederados, traficantes de esclavos, reyes genocidas deben permanecer, ya que constituyen el legado patrimonial del mundo occidental.

Como señala Boaventura de Sousa Santos, las estatuas solo son pasado cuando están tranquilas en las plazas, compartiendo la indiferencia mutua entre nosotros y ellas. La estatua de César Augusto no tiene efecto alguno en el presente y no hay nadie que se pueda considerar víctima. Cuando se convierten en objeto de disputa, saltan del pasado y se convierten en parte de nuestro presente. De lo contrario, ¿cómo podríamos dialogar con ellas y ellas con nosotros? Las estatuas que dan este salto y se ofrecen al diálogo forman parte de nuestro presente y son cuestionadas, porque representan cuentas que no han sido saldadas, destrucciones e injusticias que no fueron reparadas. Quienes las cuestionan no les piden cuentas ni les exigen reparaciones a ellas. Las reparaciones deben realizarlas los herederos o detentores del poder injusto que las estatuas representan. Siempre que el poder que las mandó erigir fue derrotado justa o injustamente, las estatuas fueron rápidamente retiradas sin ninguna conmoción e incluso con aplausos. Si el actual movimiento de contestación a las estatuas es tan fuerte, se debe a la continuidad en el presente del poder que en el pasado originó las injusticias, de las que las estatuas son testigos involuntarios. Y si el poder continúa, la injusticia también continúa. La disputa es contra esta. ¿Y qué poder es este? El de la población blanca en Estados Unidos, que hoy sigue presente. Estas estatuas son una muestra del racismo de ayer y hoy. Si esta realidad no siguiera presente, las estatuas estarían tranquilas.

Una estatua no es un objeto neutro ni decorativo. Cuando pones una estatua en un lugar público, estás conmemorando y homenajeando a la persona que está representada. Estás, en definitiva, haciendo un uso político de la historia. Si se pretende hacer una revisión del racismo subyacente tiene sentido hacer una revisión del pasado. Son símbolos de poder que reflejan qué valores primaban en el momento de su respectiva erección o nombramiento. Las protestas están intentando subvertir valores y contrarrestar relaciones de poder de nuestras sociedades mayoritariamente blancas.

Durante años, una parte de la sociedad pidió que esas estatuas fueran retiradas del espacio público y trasladadas a un museo. ¿Hasta cuándo había que esperar? Habría que haberlo hecho por vías consensuadas y con debate social, pero ese debate tiene que darse. Bajo ningún concepto, se puede utilizar la coartada de que forma parte de la historia a la vez que se niega el debate «para seguir asumiendo acríticamente la exaltación pública de símbolos del racismo, el colonialismo o la opresión».