Me piden que escriba unas líneas reflexionando acerca del valor que tiene el retorno a su lugar de origen de las 111 piezas pertenecientes a las parroquias de la diócesis de Barbastro-Monzón. Ese concepto, el valor, fue uno de los más subrayados ayer, el día del yaerahora, en agradecimiento a la tenacidad, a la insistencia del obispado altoaragonés en exigir lo que es suyo.

Desde hace casi tres décadas llevaba Barbastro-Monzón a Dios rogando --permítanme que reescriba el sentido del refrán, aunque solo por aquello de que en este asunto lo de reescribir ha sido sermón habitual desde Lérida--, pero cada vez que la Justicia le daba la razón y ponía la diócesis aragonesa la mano para recoger lo que es suyo, veía cómo el Consorcio --no el grupo, la banda-- le golpeaba con el mazo en los dedos.

En fin, hablemos de valor y de valores. Pero no de aquellos que se pueden cuantificar, puesto que parece evidente que, en este caso en particular, son los que menos valen.

Es, por otra parte, incalculable --porque no se puede calcular y porque, en su otra acepción, es, seguro, muy grande-- el valor que tiene el regreso del arte sacro para quienes viven en esta zona de Aragón y para quienes se han desvivido con este asunto durante tantos años. No son pocos. Sí han sido menos de los necesarios en algunos momentos. A los primeros, gracias.

Se le atribuye a Cicerón aquello del «seamos esclavos de la ley para que podamos ser libres». En Aragón así lo hemos demandado.

Desde el 15 de junio de 1995, la fecha en la que Roma reconfiguró los límites diocesanos y decretó que las parroquias, los fieles, los documentos y las obras de arte fuesen transferidos a Barbastro-Monzón TODOS --disculpen que levante la voz-- los pronunciamientos judiciales posteriores fueron reafirmando la propiedad aragonesa de los bienes.

Qué paradoja, pensaría Cicerón, que los pronunciamientos de la Justicia hayan provocado que el arte haya sido privado de libertad, haya sido privado de recorrer los 70 kilómetros que le separaban de su casa.

Sospecho, en todo caso, que las autoridades catalanas son más seguidoras de las corrientes de pensamiento alemanas que de la tradición romana.

Lo sospecho porque desde el año 1995 han hecho suyo el proverbio alemán que dice que «no hay ley sin agujero para quien sabe encontrarlo». El problema, para ellas, claro está, es que la evidencia ha bastado para zurcir el roto que han querido ver, o provocar, en las casullas retornadas, y en lo que no son casullas.

¡Qué valor!