Los privilegiados que tenemos la posibilidad de publicar en los medios de comunicación tenemos que elegir cada cierto tiempo, quince días en mi caso, el tema. Cuando está preparado el artículo sabemos, con seguridad, si va a ser polémico o no, y en Aragón pocas cosas son tan difíciles de tratar como las vaquillas, pero yo no sería honesto conmigo mismo si no lo hiciese ahora que se acercan las Fiestas del Pilar.

Mi suegro, ya fallecido, gallurano de pro, se pasaba los festejos de su pueblo en sitios no expuestos pero con visibilidad, y así horas y horas, mirando a las vaquillas. Cuando proliferaron las televisiones y en canales más o menos locales se comenzaron a transmitir estos entretenimientos se sentaba frente a la tele toda la mañana. Pocas personas habrán sido tan aficionados a ese espectáculo. A mí no me gusta nada.

Los vaquilleros dicen que somos ciertos urbanitas quienes no los entendemos. Falso. Hay personas en las ciudades que sí gustan de ver vaquillas y muchos habitantes en pueblos que no aprecian las bondades de ese maltrato animal. Grandes extensiones en España y, muchas más en el extranjero, están exentas de estos festejos. Y en Gallur (Zaragoza), por seguir con el pueblo de mi familia política, hay personas, que conozco, a las que no les hace gracia alguna. No es un debate ciudad-pueblo, en absoluto.

No somos animalistas, al menos yo, en sentido estricto. Lo que no nos gusta es el maltrato, innecesario, a unos animales que sufren corriendo sin sentido y recibiendo golpes y diferentes vejaciones.

La tradición, el mantra que se repite para defender esta práctica. Cualquier tradición no es buena. Si lo fuesen seguiríamos hoy en día viendo morir a cristianos en grandes estadios a manos de animales o de gladiadores. Hace pocos años se seguía tirando de un campanario a una cabra viva, por la gracia de verla morir al golpearse contra el suelo. O las hogueras para quemar vivos a los herejes condenados por la Inquisición. En algunos países se sigue lapidando a mujeres adúlteras, y es un espectáculo público. Las tradiciones que deben conservarse son las razonables y no sirve cualquiera. ¿Han visto ustedes entrar a la plaza de toros de Zaragoza a quienes van a las vaquillas? La mayoría son jóvenes con bastante alcohol (en el mejor de los casos, solo alcohol) en su cuerpo y con necesidad evidente de descanso. ¿Esa es una tradición a mantener?

¿Y los niños? Estamos acostumbrados a oír que la educación es el origen de todo. Hay quien piensa que la escuela es exactamente eso, solo la escuela, pero la educación es mucho más. Los padres, los amigos, la tele, el entorno social, también forman parte de la educación. ¿Y las vaquillas? ¿Qué mensaje les mandamos a los niños? Pues es evidente que algo así: maltratar animales es divertido, lo hacemos los mayores en fiestas, bebemos mucho y vamos a las vaquillas, ¡qué guay!

Estoy refiriéndome a las vaquillas de forma genérica pero hay grados. Los toros ensogados o los embolados, pobres animales con fuego en sus cuernos o con gente tirando de ellos en diferentes direcciones. Hay localidades, en la costa, donde se juega con vaquillas en zonas próximas al puerto y los pobres bichos terminan cayendo al mar desde alturas muy respetables.

Conozco a alcaldes y concejales de pueblos en los que hay vaquillas. Y todos me han dicho que el político que quiera poner fin a su carrera no tiene más que plantear, no suspender, no hace falta llegar a tanto, quitarlas del programa de fiestas. Sin embargo sabemos que allí donde ha habido algún percance grave, incluso con muertes, sí se han suprimido. ¿Quiere eso decir que hay que esperar a que ocurra algo así?

Para que algo suceda lo primero es desearlo. Si hay voluntad lo que queda es planificar, a medio plazo, no seamos ingenuos, pero hay que querer, y hay que emplazar a los partidos políticos a que se definan. Alguien se preguntará, con la de cosas importantes que hay, vaya tontería, obligar a los partidos a que se metan en esto. Pues sí, ya que es algo con más trascendencia de la que se pueda pensar. Sería pertinente traer a colación lo ocurrido con el Toro de la Vega, en Tordesillas (Valladolid), una salvajada en la que los valientes alanceaban a un pobre toro hasta hacerlo morir y donde el alcalde, socialista, dijo las tonterías pertinentes: ustedes no nos entienden, es la tradición, son nuestras esencias, etc. La intervención del partido en niveles autonómicos y estatales, así como algún recurso a los tribunales terminaron por poner fin a esa «tradición».

Tenemos maravillosos grupos teatrales de calle, que serían capaces de montar espectáculos que alegrarían las fiestas a muchos vecinos. La imaginación al poder y así acabaremos con estas costumbres tan poco edificantes.

*Militar. Profesor universitario. Escritor