La victoria del Partido Republicano en las elecciones del martes en Estados Unidos ha ido más allá del triunfo pronosticado por todas las encuestas. Puede decirse que la presidencia de Barack Obama ha concluido más de dos años antes de que lo haga oficialmente y que desde ahora empieza la campaña del 2016, aunque la Casa Blanca aún dispone de instrumentos para contrarrestar la oposición del Congreso a su política. Una opinión pública defraudada por la gestión del presidente, que demasiado a menudo ha aparecido como débil o dubitativo, y la estrategia republicana del no desde el día siguiente de la elección de Obama se han unido para enterrar el obamismo, entendido este como un difuso catálogo de buenas intenciones más unas gotas de redención de las minorías.

No queda a los defensores del presidente ni la posibilidad de apelar a las constantes históricas y a la tradición según la cual las elecciones de midterm --a mitad de un mandato presidencial-- suelen castigar al jefe del Ejecutivo, más aún si, como en el caso de Obama, se halla a dos años de la jubilación. La presidencia se ha desplomado y la aversión de los candidatos del Partido Demócrata a tener a Obama de acompañante de campaña no hizo más que adelantar el correctivo que se avecinaba. Y aunque en la lista de logros de Obama figuran algunos muy notables como la reducción del paro, la euforia en la bolsa, el final de la depresión que heredó de George W. Bush y la reforma sanitaria, lo que más ha calado en el electorado es el perfil de quien quiso desafiar al establishment con un programa regenerador pero luego se plegó a las exigencias de la realpolitik y las convenciones del Washington de siempre.

Hasta la cita electoral del 2016, el pato cojo --apelativo aplicado a los políticos que no pueden presentarse a la reelección-- lo es más que nunca. Algo que no afecta solo a Obama y su equipo, sino que puede proyectarse sobre los candidatos que se presenten dentro de dos años, y en primer lugar sobre Hillary Clinton, de quien pocos dudan que aspirará a la presidencia. Claro que, como otras veces, los vencedores exultantes de hoy pueden cometer el error de convertirse en militantes indesmayables del partido del no por sistema, y entonces quizá Obama pueda rendir un último servicio a su partido: presentarse como el líder a quien la intolerancia de sus adversarios le impidió gobernar.