Le cayó el balón al segundo palo en un córner y lo empaló con la zurda con furia. El disparo cogió portería con muy mala uva, tanta que por el camino Verdés tuvo que meter la cabeza, cambió ligeramente la trayectoria y el balón se convirtió en el 2-1 en un partido, el del Tartiere contra el Oviedo, que había cogido mal color después de un arranque atolondrado y dos fogonazos en contra. Mikel González, el autor de aquel gol, ni se paró a celebrarlo. Alzó el puño y cogió rápidamente el camino de vuelta a campo propio mientras animaba a grito limpio a sus compañeros a hacer lo mismo con celeridad, sin tiempo que perder y con la vena del cuello hinchada.

Ese gesto de impetuosidad y de rabia incontenida del central vasco, cuyo fichaje a última hora fue una bendición, como los de Toquero y Cristian, sintetiza lo que es este Real Zaragoza: un equipo unido que cree en sí mismo y en la idea de Natxo, cohesionado, que no baja los brazos y que se levanta. Un equipo noble y con un profundo orgullo de pertenencia colectiva.

Allí comenzó lo que hoy vivimos, una semana fantástica con dos victorias seguidas, con un Zaragoza en claro crecimiento, por fin fiable en la práctica en defensa y capaz de ganar de modos distintos. El equipo pudo entregarse en Oviedo. No lo hizo. A Mikel se le hinchó la vena del cuello. Y hasta hoy.