Se producen fenómenos complementarios y paralelos. De una parte, el trumpismo causa furor y ha encajado con singular precisión en la mentalidad de las derechas españolas, acostumbradas desde siempre a disponer del poder, a imponer sus mitos mediante leyes y a considerar el patriotismo una atribución exclusiva. De otra, las izquierdas son prisioneras de las contradicciones esenciales que afectan a sus homólogos de todo Occidente y parte del Hemisferio Sur, de la obsolescencia de la socialdemocracia, del fracaso del populismo latinoamericano y de la improbabilidad del neoleninismo en esta era tan descreída y relativista. Luego están los nacionalistas periféricos que, esos sí, son una categoría inclasificable si nos atenemos a los parámetros globales. Su peregrina lógica identitaria y sus coartadas democrateras parecen haberlas aprendido de los propios españolistas; sin embargo han acabado superponiéndose al imaginario del izquierdismo más radical en una sinergia gestual estupendamente esquizoide.

Entre todos ellos (más el insoportable ruido que genera internet) acabarán volviendo loco al respetable interesado. Cada vez leo más descalifcaciones rotundas y energuménicas. A cargo de los conservadores (histéricos desde que perdieron ese poder que consideran suyo por la gracia de Dios); pero también de voceros del secesionismo catalán e incluso del extremo de las apabulladas izquierdas, que se recrea fabulando imposibles victorias definitivas.

Mientras, el país persiste en su rutina. Muchas personas viven bien (aunque son las que más vociferan), y otras mal (que suelen estar calladas porque bastante tienen con sobrevivir). Esta España está mil veces mejor que aquella del 36. La democracia sigue vigente. El Estado parece blindado (salvo frente a sus propios excesos). Pronto habrá elecciones en Andalucía, y luego municipales, autonómicas y europeas, y en cualquier momento generales.

¿Golpe de Estado? Hay que tener mucho cuajo o ser muy inconsciente para agitar semejante fantasma. ¿O es pura y simple nostalgia?