Este verano se ha notado más en la televisión que en la calle. El tedio ha llegado antes por las programaciones que por las temperaturas. Refritos, reposiciones, productos enlatados... No debe tratarse de una conjura entre las cuatro personas --y no es una metáfora-- que deciden los contenidos de la televisión convencional en España. Será el síntoma de algo más profundo. Se habla mucho de la crisis de los diarios, pero se habla menos de la crisis de las cadenas de televisión, donde se han producido cierres y concentraciones de propiedad que en otro tiempo y en otro país habrían sido motivo de escándalo. El negocio de la televisión basado en la cautividad de la audiencia en torno a unas torres de emisión ya no es suficientemente rentable como para financiar contenidos de calidad. Y visto lo visto, ni tan siquiera contenidos originales. La reconversión televisiva se palpa en el fútbol y en las motos, que a la chita callando han pasado a ser productos de pago en un país en el que la guerra del fútbol de los años 90 hizo caer gobiernos. Pronto llegarán a ese mercado el automovilismo y el cine de estreno. Es el paso previo a la revolución definitiva. El futuro está en esa escena que ha sido tan cotidiana este verano lluvioso: la familia reunida en el sofá y cada uno de sus miembros agarrando su pantalla particular y consumiendo indistintamente videojuegos, películas, series, noticias, chats, correos y chismorreos digitales. Algunos les llaman nativos digitales, pero viendo la oferta televisiva son más bien fugitivos analógicos. Periodista