Tras las previsibles comparecencias de José María Aznar y José Luis Rodríguez Zapatero todo parecía visto para sentencia en la Comisión de Investigación del 11--M, pero nadie, realmente, podía imaginar que el testimonio de una sola persona, Pilar Manjón, llegase a alterar de tal modo los principios, avances y conclusiones de dicho cónclave parlamentario.

Ya durante su comparecencia, el rostro trágico y sereno de la representante de las víctimas, su inenarrable dolor y su capacidad de emoción y convicción helaron las expresiones de los Zaplana, Rubalcava, Labordeta y demás políticos de partido que contemplaban sin pestañear, conscientes de la trascendencia de sus frases, cómo la palabra verdadera de Manjón, su profundidad y sentido iban demoliendo el chiringuito mediático en que se había convertido una Comisión necesaria, pero cuya esencia venía desvirtuándose por la lucha de siglas y la respectiva imputación de responsabilidades.

Lo peor, empero, estaba por llegar. La reacción popular, la opinión pública, decidió de inmediato que Manjón, en su alegato en favor del olvido de las víctimas, en la denuncia de su mercadeo político, había puesto el dedo en la llaga al acusar tácitamente a la clase parlamentaria de representarse tan sólo a sí misma; y, en consecuencia, los ciudadanos y ciudadanas restaban valor, por anticipado, a las conclusiones, aún inconclusas, de los señores y señoras diputados representativos, en teoría, del pueblo español. Todo un divorcio que tal vez podría haberse impedido, pero que la herida abierta de los familiares de las víctimas precipitó en un pozo de angustia, sinsabor y certeza.

Removida en sus cimientos, la clase política ha reaccionado con desorden y diversidad. Unos exigen que la Comisión continúe hasta esclarecer si realmente ETA tuvo o no algo que ver con la preparación o ejecución de los atentados; otros claman por su inmediata cancelación, una vez expuestos los razonamientos y cargos; algunos abogan por atribuir ese exegético papel a una serie de personalidades independientes, capaces de sobrevolar sobre las luchas partidarias; y hay, finalmente, quienes reclaman que la Comisión prosiga sus pesquisiciones, pero sustituyendo a los diputados de los grupos por personas sin vínculo político, a la manera de un jurado popular.

Zapatero, aún entendiendo que, en el fondo, la queja viva de las familias perjudica en mayor medida al PP, responsable del gobierno y del ministerio del Interior en la fecha de la matanza, debió temer que antes o después ese boomerang golpease sus propios intereses, por lo cual se ha apresurado a nombrar a un comisionado, a un hombre bueno, a un mirlo blanco, Peces--Barba, para lidiar con las asociaciones de afectados y ver de apagar los fuegos encendidos.

Pero la Comisión, y las futuras comisiones de investigación --necesarias, como decía-- han quedado tocadas, viciadas, desprestigiadas. En su sectaria atmósfera resuena demasiado la voz del pueblo, a la que de vez en cuando habrá que convocar. La España real, frente a la España oficial.

*Escritor y periodista