El candidato demócrata a la presidencia de los Estados Unidos, John Kerry, tenía bien planteada la proyección de su imagen. Formal, aburrido, centrista y habitualmente indefinido, tenía sin embargo una ventaja indudable: peleó en Vietnam y volvió de allí condecorado y lleno de argumentos para oponerse como tantos otros veteranos a aquella absurda y cruel guerra. Teniendo en cuenta que Bush se las apañó en la misma época para librarse de hacer la mili en Indochina, sus actuales ínfulas belicistas vendrían a ser el mísero desahogo de un cobarde, por lo cual la superioridad moral de su adversario estaba cantada. No ha sido así.

Con dinero y acceso a los medios audiovisuales nada es ya imposible. Como es sabido, los estrategas de la campaña republicana se las han ingeniado para crear una nueva asociación de veteranos de Vietnam y han usado dicha plataforma para lanzar un demoledor spot en el que Kerry aparece como un farsante que jamás actuó con heroísmo y al que se tilda abiertamente de mentiroso y traidor. Parece que este contrataque ha tenido éxito. Los demócratas han sido forzados a ponerse a la defensiva, aunque existen testigos, documentos e incluso recientes investigaciones periodísticas que avalan el perfil heroico de su candidato.

Dicen que Kerry está perplejo y dolido. Ni él ni los suyos se esperaban un golpe tan bajo. Por lo visto aún no se han enterado de cómo las gastan sus oponentes. O quizás hayan olvidado que los nuevos lenguajes mediáticos están superando las barreras existentes entre la verdad y la mentira, la realidad y la ficción para configurar una visión manipulable y flexible de la realidad.

LA GENTEimpactada por las campañas republicanas contra Kerry ha sido entrenada previamente para recibir y aceptar mensajes retorcidos en los que se prescinde de la verdad e incluso del sentido común. Telepredicadores, programas disparatados, debates a gritos, personajes que desvelan a la audiencia los aspectos más sórdidos y morbosos de sus vidas privadas, noticiarios superficiales y efectistas, las desdichas y las idioteces convertidas en espectáculo... toda esta carga de basura ha venido condicionando a gran parte de la opinión pública (en Norteamérica como en España) hasta incapacitarla para manejar críticamente la información e incluso para soportar la verdad.

Todos estamos inmersos en ese fenómeno: los televidentes españoles, sometidos a una dieta casi exclusiva a base de famoseos baratos, casas de tu vida, matamoros, mamarrachos, carroñeo en vida o póstumo y todas esas delicias que este mismo verano no han cesado de aparecer en pantalla mañana, tarde y noche, acabarán con la conciencia y el intelecto estragados, listos para recibir cualquier mensaje excesivo; cuanto más excesivo, mejor. Si el consumidor habitual de comida basura está preparado para ingerir marranadas que repugnarían a un paladar normal, el consumidor de telebasura es igualmente capaz de meterse entre pecho y espalda cualquier menú a base de calumnias, verdades a medias y mentiras palmarias. Hasta cierto punto, Kerry tiene suerte de vivir en esta época en la que pueden acabar contigo difundiendo tus vicios y debilidades o simplemente inventándolos. De haber funcionado así las cosas en tiempos de Kennedy, los poderes en la sombra no hubiesen necesitado montar el magnicidio de Dallas; les hubiese bastado con tirar de los abundantes amoríos del presidente y pagar anuncios para asegurar que las heroicidades del glamuroso Jack a bordo de la patrullera PT-109 durante la guerra mundial no eran tales sino todo lo contrario.

EXISTEuna correlación creciente entre el deterioro ético de los mensajes lanzados desde los nuevos medios y la pérdida de contacto con la verdad, lo que a su vez impulsa una reducción drástica de la capacidad crítica de los ciudadanos. Es verdad que no en todas las sociedades del mundo se da el fenómeno con idéntica contundencia. En España las cosas no han llegado aún tan lejos como en los Estados Unidos y persiste una conciencia colectiva honesta y consecuente que, por ejemplo, se dejó notar entre el 11 y el 14 de marzo.

Sin embargo, la turbiedad se extiende. La forma en que el PP encaró el 11-M y las demenciales tácticas que luego ha usado en la comisión parlamentaria dedicada a investigar las implicaciones de aquél terrible suceso demuestran que algunos en la derecha española creían que había llegado ya el momento de tirar por la calle de enmedio y, si era preciso, dejar de lado la insoportable e inconveniente verdad.