Nos hallamos en pleno debate político y ciudadano en torno a la exhumación del general Franco de la Basílica del Valle de los Caídos, del panteón de Cuelgamuros, edificio del Patrimonio Nacional en el que por espacio de más de 4 décadas se ha seguido honrando la memoria del dictador, un lugar de exaltación ostentosa del franquismo. Por ello debemos manifestar nuestro total rechazo a todos los intentos que, desde diversos ámbitos, han pretendido (y siguen pretendiendo) maquillar el mausoleo del dictador como «un lugar de reconciliación, unidad, paz y hermandad de todos los españoles», algo tan dañino y falso para nuestros valores democráticos como los intentos de políticos de la vieja y nueva derecha, Pablo Casado o Albert Rivera, que insisten en «pasar página» sobre este tema, un tema de tanta importancia, simbolismo y justicia, por lo que resulta relevante el hecho de que el Gobierno de Pedro Sánchez se decidiera a exhumar (por fin) los restos del general genocida.

Pero si queremos conocer el verdadero significado, la auténtica razón de ser de Cuelgamuros, debemos leer con detalle el discurso pronunciado por Franco en la inauguración de tan faraónica obra, inauguración que, simbólicamente, tuvo lugar el 1º de abril de 1959, el «día de la Victoria», en la terminología del régimen. Pese a haber pasado ya 20 años desde el final de la guerra, el discurso estuvo plagado de toda la retórica fascistoide de la dictadura. Varias ideas aparecen de forma repetitiva de aquel discurso que Franco calificó como lleno de «fuerza» y de «emotividad».

En primer lugar, Franco dejaba claro, por si quedaba alguna duda, que la construcción de Cuelgamuros era un homenaje a la memoria permanente de «nuestros Caídos» (con «C» mayúscula), expresión que se repite en varias ocasiones. En consecuencia, el general tuvo un recuerdo para los combatientes del bando rebelde que murieron «con la sonrisa en los labios», para los miembros de la Guardia Civil, para los caídos en «las cruentas batallas libradas contra las Brigadas Internacionales», a las cuales, añade seguidamente, los rebeldes les hicieron «morder el polvo de la derrota», mencionando igualmente a sus soldados, a aquellos que «sucumbieron a los rigores de los durísimos inviernos» o que «se vieron mutilados al helarse sus extremidades bajo los hielos de Teruel». Tampoco olvidaba Franco a aquellos otros «caídos» civiles, recordando la «serenidad estoica de los mártires frente al fatídico paredón», y esto lo decía el dictador obviando que el franquismo llevaba 23 años fusilando sin compasión y con mentalidad genocida, a todos sus adversarios políticos.

Y junto a los «caídos por la Patria», Franco aprovechó acto seguido para exaltar la memoria de los «mártires» de la persecución religiosa desatada durante la contienda: a los «sacerdotes martirizados», a «tantísimas mujeres piadosas que sólo por serlo atrajeron las iras y la muerte de las turbas desenfrenadas» o la zozobra de los perseguidos «arrancados del reposo de sus hogares en los amaneceres lívidos por cuadrillas de forajidos para ser fusilados». Como vemos, ni una sola mención, 20 años después del final de la guerra, a la reconciliación con la otra mitad de España, la que fue leal a la República, la que fue vencida, reprimida y humillada.

La segunda idea esencial del discurso de Franco era la de la reafirmación de «la Victoria» (con «V» mayúscula) y la calificación de ésta como «Cruzada», por lo que la guerra era, para el dictador, un ejemplo de «heroísmo» y «santidad». Y más aún, Franco, instrumentalizando la religión al servicio del régimen, algo a lo que se sumó la Iglesia con fervoroso entusiasmo, llega a afirmar que sus victorias en el campo de batalla tuvieron mucho de «providencial» y 2milagroso».

Estas dos ideas (homenaje y memoria a «nuestros Caídos2 y rememorar la victoriosa «Cruzada»), son las razones que arguye para dar razón de ser a Cuelgamuros ya que todo ello «justificaría esta obra de levantar en este valle ubicado en el centro de nuestra Patria un gran templo al Señor, que expresase nuestra gratitud y acogiese dignamente los restos de quienes nos legaron aquellas gestas de santidad y de heroísmo».

Como vemos, en el espíritu del dictador no tenía cabida la idea de la reconciliación, máxime cuando el odio acervo hacia los vencidos, hacia los que seguía calificando de la «anti España», seguía tan intenso como siempre, como si todavía los estuviese combatiendo en los campos de batalla de aquella España cainita que desoyó la petición de «Paz, piedad y perdón» lanzada por el presidente Manuel Azaña en los momentos finales de la agonía de la República. Y más aún, advierte a aquellos que seguían sus consignas con la consabida «adhesión inquebrantable» de que «la anti España fue vencida y derrotada, pero no está muerta» que «la lucha del bien con el mal no termina por grande que sea la victoria», y ese «mal», ese «enemigo que no descansa», llega a ser equiparado con el «diablo».

Este fue, en su origen y en el tiempo el verdadero espíritu de Cuelgamuros, el mismo que quieren perpetuar los nostálgicos del franquismo en nuestros días. Este espíritu fascista ni siquiera pudo ser maquillado por el Decreto Ley de 23 de agosto de 1957, mediante el cual se creó la Fundación de la Santa Cruz del Valle de los Caídos y que hizo que fueran llevados a Cuelgamuros los restos de víctimas republicanas (sin el conocimiento ni autorización de sus familias) como símbolo de una pretendida «reconciliación» que nunca fue. Y es que, como señalaba Belén Moreno, esto no fue más que un intento propagandístico del régimen para transmitir una falsa imagen de reconciliación con la cual ganarse la simpatía de democracias occidentales. Por todo lo dicho, nada mejor que recordar este discurso inaugural de Franco para dejar claro que Cuelgamuros, desde su origen, tuvo un claro significado político, cargado de ideología fascista y espíritu revanchista y por ello resulta inaceptable para cualquier democracia que se precie de serlo. H *Fundación Bernardo Aladrén