No siempre comparto la decisión de los premios otorgados ni siquiera con los Nobel, a los que prácticamente se les supone infalibilidad. Me refiero por supuesto a aquellos ámbitos que soy capaz de comprender y excluyo los científicos por carecer de la formación necesaria para valorar el acierto de los fallos. Sin embargo la concesión del último Premio Cervantes a Ida Vitale me parece de justicia, algo tardía tal vez pero de justicia al fin. La propia autora refería en estos días que, puestos a preferir, hubiese preferido que el reconocimiento le llegase diez años atrás, con ochenta y cinco años para estar en mejores condiciones de prepararse. Es muy sencillo admirar a alguien como Vitale a quien el propio apellido le nombra lo que no es cosa fácil ni frecuente. Detrás de una vitalidad no derrotada se adivina una mujer con el corazón en expedición permanente y avidez innata por distinguir lo pequeño de lo grande no siendo el tamaño el dato de referencia sino su capacidad para llegar a nosotros y dejarnos huella. Es posible que Ida Vitale fuese tal como hoy es y escribiera como hasta ahora lo ha hecho sin el pasado y los antepasados de Ida Vitale, pero yo no lo creo. Es muy posible que parte de su sensibilidad y entereza naciera incluso antes de nacer ella, que ya rondara cuando su abuelo, jurista, leía a los griegos. -No imagino a ningún jurista de hoy leyendo a los griegos... no les culpo, bastante complicado resulta estar al día de las novedades que la inflación legislativa deja a su paso. Sin embargo, aunque así fuera, aunque quizás mucho deba Ida Vitale a la vida, búsquedas y libros de los suyos, mucho más es lo que ella ha sido capaz de añadir a ese legado de amor por las letras, la belleza y la calma. A menudo se confunde fragilidad con debilidad cuando, a decir verdad, más cerca me parece a mí estar la fragilidad de la delicadeza que de cualquier otra cosa, delicadeza a la hora de buscar las palabras que designan las cosas o que las crean. -De pronto se me ocurre que si tuviera algún sentido diría que hay personas con el ímpetu del óleo y otras con la ensoñación de la acuarela, pues bien, creo que Ida sería una de estas-. Sea como fuere, con gesto y modo frágil, que no débil, en la ceremonia de entrega del Cervantes reivindicaba la autora la lectura temprana del Quijote. No sé si menos ambiciosa que ella o solo más realista me conformaría yo con la lectura del Quijote aunque no fuese nada temprana y aun eso me parece casi casi milagroso conocidas las programaciones de las distintas etapas formativas de nuestro sistema educativo. En él, don Quijote, como en ella doña Ida, es posible encontrar sutiles y humildes llamadas a la poesía como humanismo encumbrado y barrera a la barbarie. Cosa distinta es, y mucho menos amable, calibrar el eco posible de esos reclamos si, como descarnado dice Sloterdijk, «con las últimas revoluciones de las redes informáticas (…) La síntesis social no es ya -ni si quiera ya aparentemente- cuestión ante todo de libros y cartas» como en el tiempo pasado del humanismo sí lo fue, cuando los maestros y profesores podían hacer leer a escolares y alumnos los clásicos nacionales y universales. En ese sentido, sentencia el filósofo, podría decirse que la nuestra es «una sociedad posliteraria, posepistolar y, en consecuencia, poshumanística». H *Filosofía del Derecho. Universidad de Zaragoza